Por un
lado, estos personajes están tan encumbrados en su egolatría que se consideran
seres excepcionales incluso cuando dejan el puesto para el que fueron elegidos.
No saben dar el paso atrás para que sean otros los que tomen las riendas de las
funciones que desempeñaron con más o menos merecimiento. Siguen considerándose
unos “gurús” que deben ser idolatrados por sus sucesores y a los que hay que
tener en cuenta, reservándoles un lugar preferente, cada vez que su partido se
presenta ante los ciudadanos, como en campaña electoral. En caso contrario,
exteriorizan su malestar y hasta hacen público su disgusto con desplantes y
críticas a los dirigentes que les ignoran. Se sienten desplazados y
desaprovechados.
Algo
parecido es lo que acaba
de suceder con José Mª Aznar, expresidente del Gobierno y presidente ahora
de una fundación política desde la que elabora ideas y consignas que pretende
guíen a los compañeros que le sucedieron en el Poder y dirigen el partido
en el que militan. Estos “ex” exhiben un brillo para iluminar cualquier asunto
que su fulgor volatiza la escasa humildad que pudieran albergar. Felipe
González describió gráficamente la sensación que invade a estos “jubilados” una
vez apeados de la poltrona: son como los jarrones chinos, adornos muy valiosos,
pero que no se sabe dónde colocarlos. Estorban.
No
tienen toda la culpa. Su situación es consecuencia de la poca experiencia
democrática acumulada en este país, muy poco acostumbrado al relevo natural de
los cargos electos, en conformidad con las preferencias de la voluntad popular
expresada en las urnas. Nuestra joven democracia sólo ha conocido, desde el año
1977, hace ya 37 años, a seis presidentes de Gobierno, de los que cuatro
continúan escribiendo libros y ofreciendo consejos a quien se preste
escucharlos. No reúnen un legado que oficialmente pueda ser conservado para
futuras consultas históricas y políticas en la
Biblioteca del Congreso ni en ninguna parte,
ni una actividad pasiva, más o menos diplomática, que puedan desempeñar sin
desentonar ni obstaculizar. Simplemente, son nombrados miembros del Consejo de Estado, órgano
consultivo donde se aburren soberanamente. ¿Qué hacer con esa vitalidad política
que les desborda, con esa información de que disponen, con una agenda repleta
de contactos? De ahí surge la segunda vertiente del problema, no porque la
pensión de “ex” sea pequeña, sino porque pueden y tienen posibilidades muy
tentadoras de ganar más, muchísimo más que cuando fueron simplemente políticos
en activo.
Ninguno
de nuestros expresidentes ha vuelto, tras dejar el cargo, a su antigua
profesión. Felipe González es abogado; José Mª Aznar, abogado e inspector de
Hacienda; José Luis Rodríguez Zapatero, abogado y profesor de Derecho, y el
actual inquilino de La
Moncloa , Mariano Rajoy, también abogado y
Registrador de la
Propiedad. Salvo este
último, aún en la política, ningún expresidente –ni de los vivos ni entre los
fallecidos- regresó a sus viejas ocupaciones, sino que tras un prudente período
más o menos largo, desembocaron en empresas
privadas como asesores o consejeros magníficamente recompensados
económicamente. No ejercen sus profesiones ni recuperan sus antiguos puestos de
trabajo como profesores, inspectores, funcionarios o en bufetes de abogados,
sino que recalan en el sector privado empresarial. Son disputados no por la
brillantez de su formación académica ni la originalidad de sus ideas o
pensamiento, sino por sus agendas y las relaciones que aún conservan en el
Gobierno y las instituciones, donde dejan muchos de sus subordinados y
permanecen dirigentes designados por ellos.
Así,
González es contratado por Gas Natural, Aznar se pluriemplea en Endesa y el
conglomerado mediático de Murdoch, y Zapatero se dedica, de momento, a explicar
el giro copernicano que imprimió a su política económica a través de libros y
paseos por los platós de televisión. Otros personajes de segundo nivel también
sacan réditos en la privada a su experiencia política, como Elena Salgado en
Endesa Chile, Eduardo Zaplana en Telefónica, Rodrigo Rato en Bankia, Santander,
etc. Como puede apreciarse con estos ejemplos, la tendencia a cruzar la “puerta
giratoria” que comunica el poder político con el poder económico es una norma
que respetan por igual todos los partidos políticos, sin distinción del color
ideológico, y práctica común en otras latitudes, donde gozan de plazos de
incompatibilidad variables.
Todo
ello no supondría ningún problema si obedeciera simplemente a la tendencia de
los “ex” a seguir mandando e impartiendo órdenes o a la pura avaricia por
enriquecerse ahora que se lo ponen tan fácil. El problema surge cuando las
empresas que los adulan con contratos millonarios no buscan sólo que en sus
consejos de administración figuren personalidades que fueron importantes en los
gobiernos, cualquier gobierno. Sino que la mayoría de tales empresas son
dependientes de la
Administración o gran parte de sus
beneficios proceden de tarifas o mercados regulados por el poder político,
donde sus intereses pueden ser defendidos con mayor eficacia por quienes aún
mantienen influencias en el mismo, ya que formaron parte de él cuando
gobernaron. De ahí que sean nombrados consejeros sin representar ninguna cuota
del capital de los inversores en esas empresas. Un problema peliagudo en el que
confluyen ambiciones privadas con el interés general de la población, y que
afecta a la calidad de nuestro sistema democrático y la confianza que despierta
entre los ciudadanos, quienes perciben ese trasvase de un sector a otro como
privilegiadas recompensas interesadas.
Hay un
grave problema de agenda con los “ex” en España, tanto en lo que atañe a su
“continuidad” en la política como a su devenir laboral individual. La cuestión
ética deben resolverla cada uno de ellos según sus convicciones, pero la
normativa debería regularla con mayor precisión el propio poder político,
restringiendo considerablemente las incompatibilidades, por un plazo al menos
de ocho años (dos legislaturas), para toda actividad privada que suponga
enfrentamientos de intereses con la
Administración , en cualquiera de
sus niveles. Y, desde luego, habría que ofrecerles a nuestros “ex” un
lugar en la política donde puedan volcar sus opiniones de los asuntos mundanos,
con horario y sesiones públicas, y donde los ciudadanos dispongan la
posibilidad de cotejar sus papeles y controlar sus agendas . Vamos: una
especie de asamblea de “sabios” donde puedan contar sus batallitas y evitar
tentaciones sumamente lucrativas…
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