De un político jamás puede decirse que se retira, y menos de los que son genuinamente políticos, como Alfredo Pérez Rubalcaba, que ejercen la política desde que empezaron a tomar el biberón. Les cuesta dejarlo. Pero a veces se apartan de la primera línea con la suave elegancia de quien se ve superado por las circunstancias y no se empecina en resistir a cualquier precio. Como Felipe González, de cuya mano accedió al poder en 1982 para no bajarse hasta hoy, excepto en períodos de obligada oposición, y que todavía anda por ahí bruñendo sus laureles en conferencias, asesorías y consejos de administración de empresas, donde dice aburrirse sin ánimo de estorbar.
Por contra, Alfredo P. Rubalcaba jamás ha sido hombre de
partido, en el sentido de ser pieza engranaje de los aparatos. No se le
recuerda ningún clan. Mucho menos como aquel Alfonso Guerra que controlaba la
organización con mano de hierro para permitirse advertir que quien se moviera
no sale en la foto. Este cántabro, doctor en Ciencias Químicas, es un
brillante intelectual que compatibiliza sus estudios con el deporte, llegando a
correr los 100 metros
lisos en los campeonatos universitarios de 1975. Un año antes, ingresa en el
PSOE y encandila a sus camaradas con su preparación, por lo que en seguida es
llamado a participar en las comisiones de Enseñanza e Investigación del partido
y más tarde del Grupo Parlamentario Socialista.
Nada más desembarcar el PSOE en el Gobierno, Rubalcaba va
escalando puestos técnicos en el Ministerio de Educación hasta que, en 1992,
accede a la cúspide de ese departamento al ser nombrado ministro. Desde
entonces ya no abandonará la primera línea de la política, bajo los gobiernos
de Felipe González, primero, y de José Luis Rodríguez Zapatero, después,
pasando a ocupar sucesivamente las carteras de Educación, Presidencia y
Relaciones con las Cortes, Portavoz del Gobierno, Interior y Vicepresidencia
Primera del Gobierno hasta que, finalmente, con la debacle del PSOE y el
consiguiente triunfo arrollador del Partido Popular el 20 de noviembre de 2011,
se hace cargo de la secretaría general del partido tras la mayor derrota
sufrida por los socialistas desde la reinstauración democrática en España.
A Alfredo Pérez Rubalcaba siempre se le ha acusado de ser un
personaje maquiavélico que urde estrategias e hilos en las sombras. Pero lo
cierto es que es un hábil negociador y una inteligencia despierta cuando tiene
que escudriñar debilidades ajenas y fortalezas propias a la hora de aprovechar
las circunstancias. Además maneja habilidades de comunicador y reconocida
capacidad para transmitir en lenguaje sencillo las ideas más complejas… y las
más mortíferas insinuaciones. Al respecto, son famosas aquellas 19 palabras que
pronunció tras los atentados del 11-M y que prácticamente por si solas dieron
la victoria al PSOE en 2004, cuando se preconizaba mayoría absoluta del Partido
Popular: “Los ciudadanos españoles se
merecen un Gobierno que no les mienta, un Gobierno que les diga siempre la
verdad”.
No obstante, Rubalcaba muestra un alto sentido de la
responsabilidad y una honestidad intachable, tanto en su vida privada como en
su labor pública. En medio de la corrupción que carcome los principales
partidos de España y que ha afectado a representantes de altísimo nivel en esas
formaciones, este político tempranamente envejecido y de manos expresivas jamás
se ha visto salpicado por escándalo alguno, salvo los derivados de su gestión
política, a pesar de que su vida y hacienda han sido escudriñados al detalle.
También es consecuente con sus convicciones ideológicas, pues escoge la sanidad
pública cada vez que padece problemas de salud.
Toda esta dilatada carrera política hace de Rubalcaba una
persona en disposición de abundante información sensible en materia terrorista,
que nunca ha utilizado desde la oposición como arma arrojadiza contra el
Gobierno. Esa oposición “blanda”, a juicio de sus propios compañeros, y de
consenso en los asuntos de Estado más delicados, contrasta con la ejercida por
la derecha conservadora estando en la oposición, cuando no tenía escrúpulos en
tildar a los gobiernos socialistas de negociar con asesinos, de humillar a las
víctimas e instrumentalizar a las asociaciones de víctimas del terrorismo
contra la política gubernamental en materia antiterrorista. Llegaron incluso a
denunciar supuestos “chivatazos” policiales a terroristas para evitar su
captura durante una tregua en la que se negociaba el fin de la violencia. Es el
conocido caso Faisán, que aún colea,
y del que la fiscalía rechaza ahora acusar a los policías de colaboración. Se
da la paradoja que, aquellos que tildaron de debilidad frente al terror
cualquier acto legal, son los mismos que tuvieron que excarcelar a presos de
ETA por derogar el Tribunal de Estrasburgo la aplicación retroactiva de la
doctrina Parot, sin que la oposición
responsable de Rubalcaba aprovechara para esgrimir el más mínimo reproche al
Gobierno.
No en vano este político socarrón y correoso fue uno de los
ideólogos del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo que los
socialistas propusieron y acordaron con el Gobierno del Partido Popular en
diciembre de 2000 y, anteriormente, uno de los encargados en mantener contactos
con Aznar durante la tregua de ETA de 1999. Ese conocimiento de las
“interioridades” de la lucha antiterrorista le ha deparado una de las
satisfacciones más intensas: asistir, siendo ministro de Interior, a la
declaración final por la que la banda terrorista abandonaba la lucha armada.
Pero no se apuntó medalla alguna, sino que atribuyó ese triunfo al esfuerzo de
todos los gobiernos democráticos, a las Fuerzas de Seguridad y a la unidad de
los partidos y de toda la sociedad frente a los violentos. Tras 43 años y 829
víctimas, ETA dejaba de matar. Un hecho que deja de relieve la miserable actitud
de algunos y la honestidad de otros cuando hubieron de abordar este problema.
Sin embargo, Alfredo P. Rubalcaba libra su última batalla en
su propio partido. Poco acostumbrado a renunciar ningún envite, aceptó la
ciclópea tarea de sacar del hoyo a un PSOE hundido y derrotado en las
elecciones generales que Zapatero había convocado en noviembre de 2011, unos
comicios en los que los ciudadanos castigaron a los socialistas por la gravedad
de la crisis económica y la impopularidad de las medidas que adoptó el Gobierno
–giro neoliberal en las políticas económicas-, siguiendo los dictados de
Europa. Así, el 4 de febrero de 2012, y por escaso margen de votos frente a
Carme Chacón, toma las riendas del partido hasta que las elecciones del pasado
domingo al Parlamento Europeo vuelven a ningunear los esfuerzos de este viejo
luchador por recuperar la confianza de los votantes y le obligan, en
consecuencia, a asumir la responsabilidad de la derrota. Lo hace al día
siguiente, sin dilatar la decisión.
Sin más estrategia a desplegar que la simple aplicación de
las reglas, Alfredo Pérez Rubalcaba presenta su renuncia a la ejecutiva del
partido y convoca un congreso extraordinario para el mes de julio que deberá
elegir nuevo secretario general. Parece que este hombre no consigue percibir
que los partidos ya no son lo que eran, instrumentos de participación ciudadana
en la cosa pública, sin restricciones,
sin normas, sin aparato, como demuestra el imprevisto triunfo de Podemos, una
marea de ciudadanos sin otra articulación que las redes sociales y un joven
líder surgido del movimiento de los indignaos!.
Alfredo, que era un ajeno al aparato, recurre a los
mecanismos establecidos por éste cuando decide hacer mutis por el foro. Eso le
granjea la última rebelión de los suyos, de los impacientes por tomar el relevo
y adaptar las viejas estructuras a los nuevos tiempos. Son los que empujan con
fuerza y ganas por ventilar el partido y ocupar posiciones, exigiendo la
convocatoria de unas primarias que permitan a todos, no sólo a los militantes,
elegir al nuevo líder y, tal vez, al candidato a presidente de Gobierno de cara
a las próximas elecciones nacionales de 2015. Todos tienen prisas. A sus 63
años, el viejo socialista indispensable en todos los gobiernos de su partido
piensa, cerrando los ojos y moviendo las manos, que eso es ya una batalla que
no le incumbe, pero siente que nadie se acuerde de darle gracias en su adiós. A
él, que ha sido de todo, salvo presidente de Gobierno. Por poco.
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