He cumplido un año de abuelo, un tiempo nuevo que se vive con ansias de detenerlo para que no transcurra a la velocidad de los hijos. En estos meses sigo con deleite el crecimiento de una nieta que cumple ya su primer año de vida y de otra que tiene seis meses. Ambas te sitúan en una perspectiva extraña, porque de repente te das cuenta de lo mayor que eres, y agradable por volver a servir, con la comodidad de una responsabilidad delegada a ratos, de timón para unas criaturas que se aferran con fuerza a tu cuello confiando en tu seguridad y te transmiten la felicidad de su alegría cuando te tiran los brazos al verte. Es una trampa de la memoria que no recuerda cuando tus propios hijos te miraban con idénticos ojos luminosos de inocencia, haciéndote sentir el peso abrumador de un compromiso indelegable y permanente. Sin esa carga, los nietos despiertan unos sentimientos que no se supieron o pudieron disfrutar con plenitud con los hijos. Por eso, este primer año de abuelo es un gozo que se evapora como un suspiro en cuanto se exhala. Los nietos vuelven a llenarnos de satisfacciones remotas y dulces, como los sueños.
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