El espacio ya no es lo que era o lo que representaba para quienes asistíamos boquiabiertos a la mayor odisea que el hombre ha emprendido nunca: la conquista del Universo. Atrás ha quedado la competición entre rusos y norteamericanos por ser los pioneros de una aventura que ahora alcanza la fase menos romántica, si es que alguna vez la tuvo, en la que los astronautas se convertían, a los ojos sorprendidos de los amantes de la astronáutica, en auténticos héroes de los viajes orbitales. Son ya imágenes para la memoria aquellos proyectos Mercury y Apolo que supusieron los primeros paseos fuera de la nave, flotando ingrávidos en medio de una inmensidad oscura, y las huellas del hombre en la Luna mientras Armstrong aseguraba que estaba dando “un paso pequeño para el hombre, pero un gran paso para la Humanidad”.
De esa “prehistoria” espacial a la era de los transbordadores apenas ha transcurrido una generación, la misma que será testigo del fin de estos vehículos reutilizables tras la última misión que este mes de julio está efectuando el transbordador Atlantis. Se trata de un vuelo de rutina para abastecer a la estación Espacial Internacional (EEI) de suministros y equipos científicos. Pero lo que hubiera sido una misión más se ha transformado en un hecho histórico, pues será el último lanzamiento de un transbordador al espacio, lo que ha despertado la curiosidad de la gente que se espera acuda en masa a la costa cercana de Cabo Cañaveral, en Florida (USA), para contemplar el despegue.
Después de 30 años de servicio, los transbordadores dejarán de volar a pesar de la enorme capacidad de carga que podían poner en órbita en cada uno de sus viajes y de las grandes posibilidades que ofrecían a la investigación y experimentación científica. Gracias a ellos, no sólo se pudo elevar el primer telescopio orbital, el Hubble, sino que además se pudo corregir los problemas de lentes y otras averías, lo que permitió que se alargara considerablemente su vigencia para la observación de las profundidades del Universo.
Tras esta misión final de los transbordadores, el futuro de los vuelos espaciales no está diseñado en programas de alienten la ilusión de expertos y profanos, como sucedía antaño. La NASA no volverá a proyectar vuelos tripulados hasta que se construyan las nuevas naves que habrán de sustituir a los transbordadores, dejando a los rusos con sus Soyuz la responsabilidad de abastecer a la EEI y de transportar a los astronautas que la visiten.
Ahora serán compañías privadas las que desarrollarán esas nuevas naves y se adecuarán a las expectativas de negocio que satisfagan a sus empresas, no a los desafíos que la Humanidad se plantea a la hora de afrontar la siempre discutida conquista del espacio, donde el romanticismo iba parejo a la osadía, pero era contrario a lo lucrativo. Charles Bolden, director de la Nasa, ha asegurado que no abandonan los vuelos tripulados, sino que se centrarán en otros proyectos más ambiciosos, como la exploración de Marte.
Posiblemente sea la estrategia más adecuada para garantizar el futuro de la Agencia norteamericana, pero tal eficacia acarrea la pérdida de aquel espíritu desprendido que impregnaba la aventura espacial, donde se enfrentaba lo desconocido desde la valentía y la audacia de los exploradores, sin importar el coste inmediato. Hoy, seguramente, no hubiera sido posible la propuesta de un presidente como Kennedy de llevar un hombre a la Luna en el curso de la década. Esa ambición de conquistar lo que todavía no se descubre al conocimiento del Hombre, en la actualidad, no sería “rentable”.
Con el último vuelo del Atlantis dejaremos de mirar a las estrellas con aquella mirada romántica con la que observábamos la oscuridad de la noche y la Vía Láctea. Desgraciadamente, todo tiene un costo y los astros son muy caros para estar empeñados en dejar huellas sobre el polvo lunar, como si fuéramos vaqueros espaciales.
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