Intranquilo y preocupado, preguntaba por todo. Si el médico no llegaba a la hora habitual, interrogaba a las enfermeras por la tardanza; si el apósito no se le cambiaba cada día, requería la cura de la herida; no podía olvidarse de tomarle la temperatura y la tensión porque inmediatamente solicitaba la comprobación de tales constantes y conocer sus valores; cualquier cambio o alteración de la más mínima rutina que le concerniese era supervisada y vigilada por unos ojos inquietos que delataban una actitud de permanente alerta. Era un enfermo desconfiado no sólo de su enfermedad, sino con todos. No despertaba simpatías a su alrededor, ni entre el personal ni, al parecer, entre su propia familia. Nadie lo visitaba en aquella habitación donde moraba la antipatía, salvo cuando era atendido por unos sanitarios que evitaban cualquier trato que no fuera el estrictamente profesional. Tanto recelo había alimentado la frialdad en las relaciones. Por eso todos se extrañaron de sus lágrimas al recibir el alta y tener que abandonar el hospital. Se quedaba sin que nadie tuviera la obligación de acercarse a él y volvía a estar sólo en la vida. Ya no tenía excusas para reclamar la atención de los demás.
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