Que “no hay mal que por bien no venga” es un refrán popular que podría aplicarse a determinados aspectos de la grave crisis financiera que estamos padeciendo en España. No me refiero, evidentemente, al paro y estancamiento de la economía que tantos problemas está causando a una gran parte de la población que necesita del apoyo y la solidaridad que el Estado pueda brindar. El empobrecimiento que, en mayor o menor medida, afecta al país en su conjunto también ha obligado a desprendernos de ciertos comportamientos a los que nos habíamos habituado con alegre fruición, a renunciar de un dispendio que contagió no sólo a los ciudadanos concretos, sino también al Gobierno de la nación.
En aquellos tiempos previos al estallido de la crisis, sólo los tontos tenían miedo a formalizar hipotecas de 40 ó 70 millones de pesetas que los bancos concedían a quien tuviera el aval de un sueldo de mil euros. Mezclo intencionadamente ambas monedas, pesetas y euros, para que comparemos conociendo el valor de una y otra cantidad, únicamente compatibles si los vencimientos de los préstamos se dilataban a 30 y 40 años o se tenía la certeza de una revalorización inmediata y constante del inmueble. En esa borrachera, muchos se pillaron los dedos con casas que hoy no pueden pagar ni vender a esos precios astronómicos que, en ningún caso, el banco renuncia a cobrar, aunque embarguen la vivienda por debajo del valor de tasación.
Pero si grave es enfrentarse a esta realidad, más onerosas son algunas de las iniciativas gubernamentales que supusieron el gasto de ingentes cantidades de dinero público que hoy resulta injustificado. Porque si, por un lado, es comprensible que personas humildes, en medio de aquella situación, sucumbieran a la tentación de aceptar las ofertas que ofrecían entidades financieras y un mercado de la vivienda sumamente dinámico, es, por otro, de todo punto inconcebible que técnicos y expertos estatales de inversión y equipamientos planificaran infraestructuras, sin estudios previos de ocupación, que se demuestran ruinosas e inútiles. Ello debería ser delito.
Me estoy refiriendo a inversiones millonarias que se tiraron a la basura. La línea de alta velocidad que une las capitales de Albacete, Cuenca y Toledo, con una media de siete pasajeros por trayecto y que costaba 18.000 euros diarios de mantenimiento, ha tenido que cerrarse a los seis meses de servicio, justo después de las elecciones autonómicas y municipales de mayo pasado. Nadie se ha dignado a aclarar aún cuánto costó construir ese tren en Castilla-La Mancha, aunque el responsable de viajeros de Renfe, en un descuido de sinceridad, ha reconocido que su diseño fue debido a requerimientos de los alcaldes que demandaban la alta velocidad para sus municipios, en detrimento, nos tememos, de otras líneas convencionales a localidades con necesidad real de comunicación y mayor demanda.
Pero entonces éramos ricos, todos queríamos chalets y trenes AVE desde cualquier pueblo, y el país en aquel momento creía que podía permitírselo. Sin embargo, con la llegada de la crisis aquellos excesos deberán ahora pagarse. Al trabajador le quitan la casa, al banco le conceden ayudas para que siga prestando sin tanta alegría dinero y el tren se elimina sin que nadie admita responsabilidades. Mientras a unos se les exige la devolución de préstamos, otros pueden dilapidar recursos que hubieran sido más “rentables” en educación o sanidad, por ejemplo. Nos comportamos como nuevos ricos e hicimos demostración de nuestro “poderío”. Así que, si algo bueno se deriva de la crisis, confío en que sea el haber aprendido a no vivir por encima de nuestras posibilidades, ni como personas ni como país.
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