lunes, 4 de noviembre de 2019

Enésimas elecciones


Por segunda vez este año estamos convocados a unas elecciones generales, tras las celebradas en abril en las que no se consiguió investir un presidente de Gobierno. Además, tuvimos que acudir a las urnas en mayo para elegir a los alcaldes y a algunos presidentes de comunidades autónomas. En los últimos cuatro años se han celebrado seis comicios en España (cuatro generales -2015, 2016 y dos en 2019-, unos comicios autonómicos adelantados en Andalucía y los municipales de mayo pasado) que hacen que los ciudadanos hayan perdido la cuenta de las veces que han ido a las urnas.  ¿Significa esto que nuestra democracia es más sólida y representativa o que se ha devaluado hasta reducirla a un mero trámite formal, sin respeto a lo que decidan con su voto los ciudadanos?

En función de la respuesta que se dé a esta cuestión, se producirá el grado de participación que el próximo domingo consiga estas enésimas elecciones generales. Porque motivos para la abstención no faltan ni razones para la desafección política. Y ese descontento, que se detecta en las encuestas, representa el mayor peligro que se cierne esta vez sobre las urnas por parte de unos votantes que parecen hartos de cumplir con su derecho al voto, sin que los elegidos asuman su deber de actuar en consecuencia. Conjurar tal peligro debiera ser la prioridad de los partidos en liza, pero, por las estrategias que desarrollan y los mensajes propagandísticos que emiten, no parece que estén dispuestos a hacerlo. Por el contrario, nuevamente se dedican a cuestionar posibles alianzas entre ellos y anteponer antagonismos que harán muy difícil cualquier pacto que sea necesario con un resultado que mantenga la fragmentación del Parlamento. ¿Qué hacer entonces, insistir con otras elecciones hasta provocar la anomia total en la sociedad?

La situación de bloqueo que ha obligado esta repetición electoral puede volver a presentarse si, como parece, persiste la existencia de dos bloques ideológicos, ninguno de los cuales consigue mayoría suficiente para formar gobierno. Tirados los dados electorales, el resultado podría ser prácticamente el mismo, aunque dentro de cada bloque, unos partidos ganen escaños a expensas de los que pierden otros. Y en esa disyuntiva, la persistencia de una actitud obstruccionista volvería impedir la investidura de un gobierno en minoría a cargo del partido que más votos obtuviera. Como en abril pasado.

El desarrollo de esta campaña parece apuntar a esa dirección si tras las elecciones sus líderes no entran en razón y atienden al interés general. La “izquierda” acusa al probable ganador, en minoría, de estos comicios, al partido socialista, de preferir un pacto con la derecha. Y la derecha, a su vez, advierte del peligro de que intente, en realidad, un gobierno “frankestein” formado por una coalición de las izquierdas que incluya a nacionalistas e independentistas. Y todos reinciden, así, en su incapacidad para asumir un resultado que no satisfaga sus expectativas particulares, sin importarles la estabilidad gubernamental ni el futuro del país, en una coyuntura nacional e internacional especialmente delicada.

El debate televisivo entre los portavoces parlamentarios de las distintas formaciones (intencionadamente escribo esta crónica cuando aun no se ha celebrado el de los líderes de cada una de ellas) abundó en esa incapacidad para el consenso y en la notable facultad para la descalificación y la polarización política. Pocas propuestas, muchas recriminaciones y exageraciones burdas, tanto de las debilidades ajenas como de las fortalezas propias. Una retahíla de reproches mutuos para acusar al adversario de la parálisis que atenaza la gobernabilidad de este país desde hace cerca de un lustro, lo que impide la implementación de medidas de calado que permitan afrontar los retos a que nos enfrentamos. Y mucho han de cambiar las cosas para que el debate entre los primeros espadas escape de ese guion preestablecido que sólo sirve para engordar una abstención en la que se refugian quienes el desánimo se ha adueñado de sus vidas, los que están desquiciados con una sociedad tensionada absurdamente a causa de “ideas -como diría Unamuno- que se presentan en rosarios de sentencias graves”, inútiles para alcanzar ningún acuerdo.

Con todo, la única salida es votar, volver a votar para que unos pocos no decidan en nombre de todos, por demostrar mayor civismo democrático que los propios elegidos y no hacer dejación de una responsabilidad que la democracia pone en nuestras manos. A pesar de las frustraciones y los desengaños, las urnas nos permiten condicionar a nuestros gobernantes para que actúen conforme nuestra voluntad, aunque se empecinen en no hacerlo. No usar el voto e ignorar este sistema, que no es perfecto pero es el mejor para expresar nuestra decisión soberana, sería facilitar que los desaprensivos maliciosos, emboscados en los populismos de todo pelaje, suplanten nuestra voluntad y opinen por nosotros. No cabe en democracia el pesimismo porque tenemos capacidad de combatirlo ejerciendo el derecho a votar con criterio y objetividad a los más idóneos para representarnos. Las veces que haga falta, aunque sean las enésimas elecciones en las que participamos.

No hay comentarios: