Por segunda vez este año estamos convocados a unas
elecciones generales, tras las celebradas en abril en las que no se consiguió
investir un presidente de Gobierno. Además, tuvimos que acudir a las urnas en
mayo para elegir a los alcaldes y a algunos presidentes de comunidades
autónomas. En los últimos cuatro años se han celebrado seis comicios en España
(cuatro generales -2015, 2016 y dos en 2019-, unos comicios autonómicos adelantados
en Andalucía y los municipales de mayo pasado) que hacen que los ciudadanos
hayan perdido la cuenta de las veces que han ido a las urnas. ¿Significa esto que nuestra democracia es más
sólida y representativa o que se ha devaluado hasta reducirla a un mero trámite
formal, sin respeto a lo que decidan con su voto los ciudadanos?
En función de la respuesta que se dé a esta cuestión, se
producirá el grado de participación que el próximo domingo consiga estas
enésimas elecciones generales. Porque motivos para la abstención no faltan ni
razones para la desafección política. Y ese descontento, que se detecta en las
encuestas, representa el mayor peligro que se cierne esta vez sobre las urnas por
parte de unos votantes que parecen hartos de cumplir con su derecho al voto,
sin que los elegidos asuman su deber de actuar en consecuencia. Conjurar tal
peligro debiera ser la prioridad de los partidos en liza, pero, por las
estrategias que desarrollan y los mensajes propagandísticos que emiten, no
parece que estén dispuestos a hacerlo. Por el contrario, nuevamente se dedican a
cuestionar posibles alianzas entre ellos y anteponer antagonismos que harán muy
difícil cualquier pacto que sea necesario con un resultado que mantenga la
fragmentación del Parlamento. ¿Qué hacer entonces, insistir con otras
elecciones hasta provocar la anomia total en la sociedad?
La situación de bloqueo que ha obligado esta repetición
electoral puede volver a presentarse si, como parece, persiste la existencia de
dos bloques ideológicos, ninguno de los cuales consigue mayoría suficiente para
formar gobierno. Tirados los dados electorales, el resultado podría ser prácticamente
el mismo, aunque dentro de cada bloque, unos partidos ganen escaños a expensas
de los que pierden otros. Y en esa disyuntiva, la persistencia de una actitud
obstruccionista volvería impedir la investidura de un gobierno en minoría a
cargo del partido que más votos obtuviera. Como en abril pasado.
El desarrollo de esta campaña parece apuntar a esa
dirección si tras las elecciones sus líderes no entran en razón y atienden al
interés general. La “izquierda” acusa al probable ganador, en minoría, de estos
comicios, al partido socialista, de preferir un pacto con la derecha. Y la
derecha, a su vez, advierte del peligro de que intente, en realidad, un
gobierno “frankestein” formado por una coalición de las izquierdas que incluya
a nacionalistas e independentistas. Y todos reinciden, así, en su incapacidad
para asumir un resultado que no satisfaga sus expectativas particulares, sin
importarles la estabilidad gubernamental ni el futuro del país, en una
coyuntura nacional e internacional especialmente delicada.
El debate televisivo entre los portavoces parlamentarios de
las distintas formaciones (intencionadamente escribo esta crónica cuando aun no
se ha celebrado el de los líderes de cada una de ellas) abundó en esa
incapacidad para el consenso y en la notable facultad para la descalificación y
la polarización política. Pocas propuestas, muchas recriminaciones y
exageraciones burdas, tanto de las debilidades ajenas como de las fortalezas propias.
Una retahíla de reproches mutuos para acusar al adversario de la parálisis que
atenaza la gobernabilidad de este país desde hace cerca de un lustro, lo que
impide la implementación de medidas de calado que permitan afrontar los retos a
que nos enfrentamos. Y mucho han de cambiar las cosas para que el debate entre
los primeros espadas escape de ese guion preestablecido que sólo sirve para engordar
una abstención en la que se refugian quienes el desánimo se ha adueñado de sus
vidas, los que están desquiciados con una sociedad tensionada absurdamente a
causa de “ideas -como diría Unamuno- que se presentan en rosarios de sentencias
graves”, inútiles para alcanzar ningún acuerdo.
Con todo, la única salida es votar, volver a votar para que
unos pocos no decidan en nombre de todos, por demostrar mayor civismo
democrático que los propios elegidos y no hacer dejación de una responsabilidad
que la democracia pone en nuestras manos. A pesar de las frustraciones y los
desengaños, las urnas nos permiten condicionar a nuestros gobernantes para que actúen
conforme nuestra voluntad, aunque se empecinen en no hacerlo. No usar el voto e
ignorar este sistema, que no es perfecto pero es el mejor para expresar nuestra
decisión soberana, sería facilitar que los desaprensivos maliciosos, emboscados
en los populismos de todo pelaje, suplanten nuestra voluntad y opinen por nosotros.
No cabe en democracia el pesimismo porque tenemos capacidad de combatirlo ejerciendo
el derecho a votar con criterio y objetividad a los más idóneos para
representarnos. Las veces que haga falta, aunque sean las enésimas elecciones en
las que participamos.
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