Está comprobado que, dejadas a su libre albedrío, las
empresas tienden a robustecerse y crecer, tienden a la concentración para
acaparar mercados y aumentar beneficios. Es un fenómeno natural de simple evolución
empresarial en un entorno mercantil de economía capitalista. Nada nuevo bajo el
sol. Sin embargo, también está comprobado la pertinencia de regular esa
tendencia, a menos que se sea un talibán del neoliberalismo más salvaje -si se disculpa
el pleonasmo-, mediante leyes “antitrust” que impidan la formación de
auténticos monopolios que ahogan la libre competencia en bienes, servicios y
precios. De ahí el rechazo casi visceral de cualquier empresario a que su
actividad sea regulada por el Estado, aunque tal regulación vaya en beneficio
del propio mercado. Siempre andan clamando por una mayor “libertad” para
desarrollar su tarea, sin intervenciones del gobierno, y dejar a su conveniencia
las condiciones y funcionamiento de los negocios. Es una tensión que viene
de antiguo.
En España, la penúltima batalla “antitrust”, librada hasta
ayer mismo, ha enfrentado al duopolio televisivo formado por Atresmedia (propietaria
de los canales Antena 3 y la Sexta) y Mediaset (dueña de Cuatro y Telecinco)
con la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) a causa de sus
políticas comerciales de publicidad televisiva, mercado en el acaparan el 85
por ciento del negocio, a pesar de que su audiencia conjunta sólo sea del 55
por ciento. El ente regulador les ha impuesto una sanción de más de 77 millones
de euros, a pagar entre los dos operadores, por mantener prácticas
anticompetitivas en la comercialización de la publicidad televisiva que
restringen, de hecho, no sólo la competencia y la capacidad de otros medios de
comunicación para captar publicidad, sino que, además, imponen volúmenes de contratación
mínimos de paquetes publicitarios que desvirtúan los precios. Hay que indicar
que ambas plataformas operan en España como un duopolio de facto, puesto que,
de toda la oferta televisiva, son las únicas generalistas de ámbito estatal, ya que TVE, de carácter público, no emite anuncios en su
programación, y el resto de emisoras (autonómicas, de titularidad pública, o
canales privados, temáticos mediante cuota) no cubren tal espectro.
Evidentemente, estas empresas han anunciado que recurrirán
en instancias judiciales tales sanciones, al considerarlas lesivas para su
política comercial e injustas para un proceder que estiman no es monopolístico,
sino ajustado a la legalidad vigente en el negocio publicitario. Es decir, se
amparan en la sacrosanta libertad del mercado sin más regulación que la de la
oferta y la demanda, y sin preocuparse de que, si la demanda la satisface un
único ofertante -o dos, en este caso-, éste acaba imponiendo precios y
condiciones a su entera conveniencia, sin mediar competencia alguna. Eso es, justamente,
lo que se dirime de las estrategias publicitarias de Atresmedia y Mediaset. Porque
la concentración empresarial que ha dado lugar a esas dos plataformas ha propiciado
un mapa audiovisual en España en el que sólo sus marcas son predominantes,
hasta el extremo de limitar toda competencia y acaparar la práctica totalidad del
mercado publicitario televisivo.
Es, por tanto, el derecho de los ciudadanos a
la pluralidad, y no sólo la libertad de empresa, lo que exige la regulación de unos
mercados, como el de la publicidad televisiva, que afectan a la libre
competencia y hasta a la producción o adquisición de contenidos audiovisuales. Al
respeto, no hay que olvidar que la publicidad es la principal fuente de
financiación de estos negocios audiovisuales. Y que, sin publicidad, no sería
posible la libre competencia entre empresas televisivas, poderosísimos medios
que influyen en la opinión pública, no sólo en los hábitos de consumo. Tengámoslo
en cuenta.
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