Asistimos con preocupación, aunque con escasa sorpresa, a un fenómeno que no por infrecuente es totalmente novedoso: el de la violencia que ejercen niños o adolescentes todavía barbilampiños. No es la primera vez que surge este tipo de conductas agresivas en niños que todavía no alcanzan la juventud pero creen haber superado ya la infancia y, por ende, la sujeción o tutela de sus padres, educadores y adultos. No parece necesario recordar que siempre han existido pandillas de jóvenes que se dedican a patrullar la ciudad haciendo gamberradas y soliviantando la paz y el orden de las almas cándidas. Pero es llamativo el sarampión de noticias actual sobre menores de edad, con la cara cubierta de granos, que optan, en el mejor de los casos, por la delincuencia de pequeños hurtos o, en el peor, por mostrar una violencia y una maldad que evidencian un claro desprecio por la vida, la autoridad, las leyes, la propiedad y la moralidad a la hora de ejecutar sus fechorías. Son menores que roban, agreden, destruyen, abusan y violan a quienes consideran presa fácil para satisfacer sus desviados instintos. Cometen o participan, así, en delitos que constituían episodios aislados o infrecuentes de actos de suma violencia ejercida por niños, a los que no estábamos acostumbrados. Hasta ahora.
Porque ahora, en el plazo de pocas semanas, se han sucedido en
España casos de agresiones inconcebibles producidas por niños y jóvenes todavía
aniñados, que se comportan precozmente como criminales. Son los casos, por
ejemplo, de dos menores de 14 años que, el pasado mes de enero, asesinan a
cuchilladas y a golpes a dos ancianos de 87 años, vecinos suyos del mismo barrio,
para robarles en su domicilio. También, en la misma ciudad vasca, el de una
menor violada, en diciembre pasado, por un grupo de jóvenes, en el que dos de
los cuatro implicados eran menores de edad. O el de Jaén, donde niños de 12 a 14 años sodomizan en
grupo a un compañero de nueve en el patio del colegio durante el recreo. Incluso
el de un exjugador de fútbol de Baracaldo que falleció, también en el último diciembre,
tras ser atacado y golpeado por dos menores para robarle en plena calle. Y, un último
ejemplo, el de una niña de once años, en Murcia, que dio a luz un bebé cuyo
padre era su hermano mayor, joven de edad no especificada. Los ejemplos citados sirven
de botón de muestra sobre esa proliferación de casos de desatada violencia
ejercida por menores de edad que aflora en los medios de comunicación. Unos
comportamientos impropios que causan alarma y preocupación por producirse en un
contexto histórico de máxima protección y mayores derechos reconocidos a
quienes transitan por la infancia y la adolescencia.
Causa alarma comprobar que, cuando más derechos, atenciones y
libertades disfrutan, algunos chavales deciden recorrer el camino de la maldad
y la violencia para convertirse en delincuentes. Cuando están, en teoría, mejor
formados que antes (con la educación obligatoria) y más consentidos que nunca (menos
prohibiciones y privaciones en el seno familiar y social), optan por el delito,
sin motivo ni razón. ¿Acaso no tienen posibilidad de evitar lo que les conduce,
inevitablemente, a un callejón sin salida de reformatorios, cárceles, castigos
y repudio social? No es fácil determinar las causas por las que niños y menores
de edad se criminalizan hasta el punto de convertirse en verdugos de la
violencia. Psicólogos y sociólogos estudian este fenómeno y apuntan algunas
circunstancias que favorecen la aparición de estos brotes de violencia infantil
y juvenil en las sociedades modernas.
Es evidente que un primer factor lo constituye el núcleo
familiar. Muchos trastornos conductuales en los niños son provocados por un
entorno de violencia en el seno familiar y social. Emulan la violencia que
sufren o de la que son testigos en su ámbito más cercano. La agresividad en las
relaciones familiares y las familias desestructuradas favorecen la deriva
radical de los niños hacia la violencia. Máxime si son objeto de maltrato
infantil, abusos o cualquier otra agresión, por parte de padres, tutores u
otros adultos, que pueden ocasionarles un daño físico o psicológico que altera
su salud y desarrollo. No es de extrañar que, en tales casos, estos niños se
comporten según lo aprendido en casa o el barrio y repitan la violencia, la
falta de valores y los desarraigos con los que han vivido. Y es que es sumamente
fácil que, cuando la infancia se desestabiliza, aparezcan los desórdenes y la
violencia.
Además, en una sociedad hipersexualizada, en la que asistimos
a llamamientos explícitos al sexo, a la violencia y a satisfacer todos tus deseos
por parte de la publicidad, la televisión, el cine, el espectáculo y los
videojuegos, no resulta descabellado que el niño acabe banalizando no sólo el
sexo, sino también la violencia e, incluso, la muerte, si no se le filtran
estos mensajes. Sin el contrapeso moral de la familia y el formativo de la
educación, el niño no podrá cuestionarse la realidad y los relatos fantasiosos
a los que está expuesto constantemente gracias a la publicidad, a esos reclamos emocionales. Más aún si, con
la mejor de las intenciones, se le brindan tempranamente, cuando todavía es
incapaz de administrarlos con prudencia, instrumentos electrónicos que le
facilitan el acceso a todo tipo de información -falsa o verdadera, adecuada a
su edad o no-, desde la confidencialidad de su dormitorio (ordenador,
televisión) o de su bolsillo (teléfono móvil), conectados permanentemente a
Internet.
Por todo ello, no es descabellado pensar que, en muchos
casos, los niños exhiben una violencia que es ocasionada por la exclusión
social, la desestructuración familiar y la falta de una educación que les
permita cuestionar los impulsos que reciben del medio ambiente. Más que
verdugos, son víctimas de la violencia con la que conviven. De tal modo que,
detrás de cada caso de niño que actúa con maldad y violencia, siempre hay que sospechar
del contexto de su vida para hallar alguna causa que explique su comportamiento,
no que lo justifique. Y, aunque es posible que existan niños malos por
naturaleza, es mucho más probable que la mayoría de ellos sean víctimas de una
violencia que se les ha inoculada desde la cuna.
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