Es preocupante la dificultad creciente que existe en nuestro
país para ejercer el derecho a pensar por libre y a expresar tales pensamientos
sin que alguna persona, colectivo o autoridad no se sienta cuestionado, ofendido
o atacado y enseguida solicite el silencio de quien osa proferir opiniones tan
heterodoxas y controvertidas. Rápidamente, se denuncia ser víctima de un ataque
intolerable a los sentimientos religiosos, a la intimidad y hasta de incitación
al odio o apología de la violencia que ha de ser inmediatamente castigado. Lo
más grave es que los supuestamente ofendidos cuentan a su favor con un Código
Penal sumamente restrictivo que posibilita, gracias a normas y sanciones
administrativas de nuevo cuño, poder castigar al discrepante y poner mordaza a
un derecho inalienable. Herramientas represoras que fueron reforzadas por el
Gobierno con la Ley
de Seguridad Ciudadana, todavía vigente, que permite “amordazar” cualquier
crítica, manifestación incluso de estudiantes o protesta callejera. Es decir,
cada vez es más poderosa la capacidad para poner limitaciones y cortapisas a la
libertad de opinión y expresión, hasta el extremo de recuperar la vieja
censura, esa herrumbrosa pero eficaz hacha que corta por lo sano toda libertad
no permitida ni tolerada. Retrocedemos a la época del miedo a la libertad,
auspiciado por lo “políticamente correcto”.
Cuán lejos quedan aquellos tiempos en que unos humoristas
podían parodiar a un redicho presentador de canción española, al que hacían
decir: “¡Qué fea eres, Paca, cabrona!”, sin que surgiera ningún colectivo de pacas ni de cabronas a exigir la reparación de su dignidad ofendida y la eliminación
del sketch televisivo. Hoy, tal humor sería impensable. Y no es que nos hayamos
vuelto más respetuosos, sino que somos más intolerantes, gracias a la senda que
ha abierto el Gobierno con su ley Mordaza
para impedir ciertas conductas y manifestaciones que considera críticas con su
gestión o alteran el orden público. O atentan contra la “sensibilidad” de
determinados y bien instalados colectivos sociales, los cuales imponen “sus”
gustos” y prejuicios a la sociedad en su conjunto.
Raro es el día en que no se registra un caso nuevo contra la
libertad de expresión. Cuando no es una multa a un joven por hacer un montaje
fotográfico con el rostro de un Cristo Despojado, es la condena a un rapero por
incitar al odio y hacer apología del terrorismo con las letras de sus
canciones. O el secuestro de un libro sobre el narcotráfico en Galicia a
instancias de un alcalde local, o la censura y retirada de una obra en la feria
de Arte Contemporáneo (ARCO) en la que se calificaba como presos políticos a
los encarcelados catalanes. O el año de cárcel a una chica que se burló en las
redes sociales del atentado sucedido hace cuarenta años contra Carrero Blanco. Y,
así, hasta hacernos con una relación cada vez más larga de limitaciones a la
libertad de expresión que, sólo en contadas ocasiones, traspasa el mal gusto
para adentrarse en el insulto, las injurias y la calumnia.
Como sigamos por este camino, recortando libertades,
limitando derechos y utilizando el Código Penal para reprimir opiniones que
contradicen la verdad oficial, cuestionan los cánones establecidos y reniegan
de los gustos imperantes, retrocederemos al país gris, monótono y aburrido que
creíamos haber dejado atrás gracias a la democracia y el abanico de libertades
que nos reconocía. Tal vez sea lo que algunos pretenden, con sus denuncias y
sus sensibilidades a flor de piel, pero con seguridad no serán mayoría. Esa
mayoría que no quiere que ninguna mordaza le impida su libertad para expresar
lo que le venga en gana, tanto si a usted le gusta como si no.
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