Esta nueva e inesperada iniciativa del Gobierno causa
extrañeza por abrir otro frente de confrontación con Cataluña en una materia
que es potestad legislativa de la Generalitat. Y
es que surge espontáneamente sin ni siquiera responder a una situación especialmente
relevante de rechazo o conflictividad por la política de inmersión lingüística
que del catalán hace la Generalitat desde el
primer día en que se configuró el Estado de las Autonomías y se le cedieron
competencias en ésta y otras materias. Una extrañeza alimentada por el hecho de que,
ni cuando disponía de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, nunca
impulsó medida alguna para evitar la discriminación y exclusión del castellano en
el espacio público catalán. Tampoco se abordó el asunto cuando el presidente del
Gobierno de entonces, José María Aznar, presumía de “hablar catalán en la
intimidad” para contar con el apoyo parlamentario de los diputados catalanes. Y
ello a pesar de que el arrinconamiento del español y su forzosa marginación,
sin respetar la cooficialidad de ambas lenguas, fue emprendido desde el primer
momento por todos los gobiernos de la Generalitat , en aras de hacer del catalán, no
sólo la lengua hegemónica y prioritaria de Cataluña, sino también, y
fundamentalmente, para convertirla en el signo determinante de la identidad
nacional. Es decir, por convertirla en seña de identidad aun más poderosa y
aglutinante que los relatos históricos o las apelaciones a un pueblo “sometido”
que no se corresponden con la realidad. De hecho, el idioma es el único distingo
diferencial, verdadero y constatable, de la identidad catalana. De ahí, pues,
esa política de inmersión del catalán, excluyente y totalitaria.
Pero si, cuando pudo evitarlo, no lo hizo, ¿por qué lo
intenta ahora el Gobierno? ¿Por qué cuando está en minoría y no cuenta con
apoyos suficientes promueve esta iniciativa? Es posible que ello no tenga nada
que ver con los asuntos judiciales que tienen al Partido Popular, un día sí y
otro no, sentado en el banquillo de los acusados, ni por las declaraciones de
los investigados que abiertamente reconocen la implicación de altos cargos del
partido en las distintas tramas de corrupción que se ventilan en los tribunales.
Es probable que, cuando más acorralado está el Gobierno y el partido que lo
sustenta a causa del frente judicial que le afecta, y más solitario y en
minoría se halla en el Parlamento, donde no es capaz siquiera de conseguir
apoyos para aprobar los Presupuestos del Estado, tal situación no tenga
relación con la apertura de este otro frente de batalla, a causa de la lengua,
con Cataluña. Es sorprendente, pero es probable que todo sea producto de la casualidad.
Como también puede ser pura coincidencia que, en el momento
en que Ciudadanos, la formación que rivaliza con el partido en el Gobierno por
el mismo nicho electoral, consigue mayor confianza en las encuestas por su
firme rechazo a las veleidades independentistas de Cataluña, la iniciativa
gubernamental parezca surgir con simular maniqueísmo catalanofóbico. Es posible,
incluso, que el batacazo electoral de los conservadores en las últimas
elecciones catalanas y la conquista como primer partido votado en aquel territorio
por Ciudadanos no guarde ninguna relación con la imprevista y sorprendente
propuesta del Gobierno. Puede que la reclamación del español como lengua
vehicular en Cataluña, en momento tan inoportuno, sea en verdad ajena a los
intereses partidistas de ambas formaciones en aquella Comunidad y a los
cálculos electoralistas que ya realizan a escala nacional. Todo es posible,
pero es muy extraño.
Porque exigir ahora el uso del español en igualdad de
condiciones que el catalán, décadas después de dejar que se imponga la
hegemonía del segundo en detrimento del primero, no sólo es hacerlo tarde y
mal, sino hacerlo por otros motivos aviesos, no confesados, que en nada guardan
relación con la defensa de la pluralidad social y cultural del país ni con la
riqueza plurilingüística de España. Ni siquiera con el respeto a la democracia
y sus instituciones, gracias a las cuales los gobernados eligen a sus
gobernantes y ratifican las políticas que éstos se comprometen aplicar, según
sus programas electorales. Tanto en Cataluña como en el País Vasco, y en menor
medida Galicia, Baleares y Comunidad valenciana, se prioriza la lengua
vernácula del territorio en detrimento del español, sin que ello suponga
ninguna discriminación ni afrenta, salvo en casos concretos de intransigencia
entre los hablantes de una y otra.
Y por mucho que convenga al Partido Popular abrir otro frente de confrontación con Cataluña que desvíe la atención de los enjuiciamientos por corrupción que le afectan y distraiga al personal sobre qué formación representa con más rigor el nacionalismo español centralista, no cabe duda de que el momento es el más inoportuno para ello. La excepcionalidad de la situación política en aquella Comunidad, con políticos soberanistas encarcelados por quebrantar la ley y proclamar la independencia, otros huidos a Bélgica y Suiza por el mismo motivo, con la población radicalmente dividida, enrabietada y frustrada por el sentimiento identitario, y el funcionamiento de la autonomía suspendido y teledirigido desde Madrid, nada de esto aconseja echar más leña al fuego y anunciar que se impondrá el castellano en los usos comunicativos en una Comunidad con la sensibilidad a flor de piel. A menos que se persigan otros fines y no importe el precio a pagar por empeorar aún más las relaciones y la situación catalanas. En tal caso, me callo. Pero disiento
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