Doblamos la primera esquina del año y avanzamos por un febrero tan breve
como imprevisible, capaz de proporcionar días de calor impropio que heladas
inoportunas que hacen tiritar a las prematuras flores silvestres del campo. Extraño
mes de transición que nos conduce del invierno a la primavera, sin mostrar
particular querencia ni por uno ni por otra. Y anodino todo él en la austeridad
de sus fechas y la ausencia de color de sus festivos, que sólo como artificio
de la modernidad puede contener. Aun en su brevedad se hace extenso como el
común de los meses, a los que iguala en desesperación por agotarlo y arrancarlo
del calendario. Su única virtud son las imperceptibles señales de un cambio de
estación que pronto se materializará en la limpieza de los cielos y la
luminosidad de los días. Si no fuera por el ingenio de don carnal, que
aprovecha este mes para desfogarse antes de la represión cuaresmal, febrero
sería insufrible e insoportable. Ya sólo queda recorrer sus 28 jornadas sin
dejarnos abatir por el desánimo o la impaciencia, puesto que el verano se
adivina a la vuelta del próximo recodo.
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