El primer año de Trump es, sin duda alguna, una calamidad para
las pretensiones del ínclito presidente. Ninguna de sus grandes medidas,
aquellas iniciativas estrellas con las que consiguió atraer el voto de los
desengañados por una modernidad (tecnológica, industrial, comercial y cultural)
que los dejaba tirados en la orilla, ha podido materializarse como estaba
previsto, ni siquiera contando a su favor con mayoría republicana, el partido
al que pertenece el propio Trump, en las dos Cámaras legislativas y en la Judicatura. Cada
vez que intentaba implementar una de ellas, tropezaba con unos jueces que se la
paralizaban o con sus correligionarios congresistas que la consideraban
insuficiente o mal elaborada. Demostraba, de este modo, una mediocridad e
inexperiencia que resultaban patéticas frente a los procedimientos legislativos
y los acuerdos parlamentarios que no se pueden soslayar, confiando sólo en la
simple voluntad, si se pretende que las iniciativas presidenciales puedan
prosperar y beneficiar a la mayoría de los ciudadanos, no agradar sólo a los
votantes más identificados con el presidente. Es por ello que del
incumplimiento de sus principales promesas sólo puede concluirse que el vacío ha
sido el resultado de este primer año de la “era” Trump, un vacío tan absoluto y
preocupante como su inteligencia política o el contenido de sus mensajes y discursos,
construidos a base de lugares comunes, eslóganes y propaganda.
Para empezar, el proyecto de aquel muro a lo largo de la
frontera con México, con el que pensaba resolver los problemas de la migración
y el tráfico de drogas, reposa en el cajón de las ocurrencias inabordables e
ingenuas. Aunque todavía insiste demagógicamente en su construcción y que su
costo se endosará al país vecino, la realidad es que el Congreso no aprueba los
fondos para acometer tan faraónica obra ni acaba de convencerse de su utilidad.
Y es que ningún muro puede contener los flujos humanos hacia la seguridad, la
supervivencia, la oportunidad y la prosperidad. Tampoco evitan la delincuencia,
el tráfico de estupefacientes, el contrabando o los ataques terroristas. Tales
problemas de una complejidad enorme sólo pueden abordarse con soluciones
igualmente complejas, que incluyen diálogo, negociación, medidas preventivas
para atajar las causas que los generan, comprensión y reciprocidad con los
interlocutores, sin imposiciones ni amenazas, máxime si se trata de un país con
el que se mantiene una estrecha relación de vecindad, amistad y comercial. Las
medidas unilaterales y fantasiosas sólo sirven para alimentar la imaginación de
quienes las propugnan, no para solucionar nada. La realidad se encarga de
rebatirlas, como ese muro que obsesiona a Trump.
Tampoco sirve para nada la criminalización del extranjero,
en este caso musulmán, como sospechoso de terrorismo, tal como hacen desde el
miedo los ignorantes y los simplistas. Donald Trump, pecando de lo mismo, también
ha intentado, durante este año escaso de su mandato, vetar varias veces la
entrada a EE UU de determinados nacionales de países que profesan la religión
islámica, pero la Justicia
le anulaba la medida por discriminatoria. Finalmente, logró elaborar una norma,
acorde con las órdenes del Tribunal Supremo, que prohíbe durante 90 días la
entrada de extranjeros procedentes de Siria, Irán, Sudán, Libia, Somalia, Yemen
e Irak, convencido de que, como pretende con el muro con México, aislarse es la
mejor defensa contra los peligros del exterior, aunque ello suponga tratar a
todos los turistas de esos países como sospechosos de terrorismo islámico
radical. La medida podría mantenerse más tiempo con aquellos países que no
entreguen la información requerida por los servicios de control de EE UU. Sin
embargo, llama la atención que entre los países vetados no figure Arabia Saudí,
de donde procedieron 15 de los 19 terroristas que atentaron contra las Torres
Gemelas en septiembre de 2001 (el mayor atentado terrorista producido nunca en
suelo norteamericano), ni los Emiratos Árabes Unidos y Egipto, de donde procedían
los restantes. Se desprende con ello que la arbitrariedad y los prejuicios obsesivos
vuelven a caracterizar las iniciativas de un presidente que no sabe afrontar los desafíos a los que se enfrenta su país más que con ocurrencias
estrambóticas. Por ello, como ejemplo de una gestión calamitosa, este veto
migratorio significa sólo un triunfo parcial de Donald Trump, puesto que está condicionado
por el Tribunal Supremo a que la prohibición no se imponga a “nacionales
extranjeros que declaren una relación de buena fe con alguna persona o entidad
en los EE UU”. Y es que no todo el mundo
puede ser sospechoso de terrorista, por mucho que así lo crea el presidente
norteamericano.
Pero la gran obsesión que quita el sueño a Donald Trump es
derogar el Obamacare, el sistema
médico creado por Barack Obama para asegurar atención sanitaria a personas sin
recursos que no pueden costearse una póliza médica. Y como sucediera con sus demás
iniciativas, el Congreso le rechazaba todos sus proyectos para reemplazarlo al
considerarlos inapropiados o incompletos. No conseguía que aceptaran ninguna de
sus contrarreformas sanitarias. Todos sus intentos por liquidar la ley
sanitaria de Obama fueron derrotados por el voto en contra no sólo de los
demócratas sino también de muchos republicanos, incluido el senador McClain,
quien, convaleciente de unas pruebas con las que le detectaron un cáncer de
cerebro, acudió expresamente al Congreso para votar contra la derogación del Obamacare. Aquello constituía una
humillación tras otra. Y lo único que ha podido hacer Trump, ante la
imposibilidad de contar con el respaldo del Congreso, es acabar de un plumazo con
los subsidios que la Casa
Blanca concedía a las aseguradoras para abaratar los costes
de las pólizas a personas con bajos recursos. De paso, en venganza, trasladaba
el problema a los legisladores, quienes tendrán ahora que aprobar una nueva ley
para librar los fondos necesarios o el programa, que posibilitó ofrecer
cobertura sanitaria a 20 millones de personas, quedará definitivamente
cancelado. Otro “triunfo” de Trump en su primer año calamitoso. Pese a todo,
cinco Estados liderados por California han emprendido acciones para recurrir
esta iniciativa presidencial con la que no están de acuerdo, simplemente porque
prefieren proteger a su población, no satisfacer las obsesiones enfermizas del
inquilino de la Casa
Blanca.
El procedimiento empleado para empezar a desmontar el Obamacare es el mismo con el que Donald
Trump truncó con anterioridad el sueño de los “dreamers”, jóvenes
indocumentados que entraron con sus padres ilegalmente en el país cuando eran
niños, y que podían impedir la deportación, obtener un permiso temporal de
trabajo y hasta licencias para conducir si reunían los requisitos exigidos por
el programa DACA, promulgado por Obama en 2012. Mala cosa. Como con las demás
medidas del legado del exmandatario demócrata, Trump había prometido acabar también
con ella porque la consideraba compasiva y excesivamente generosa con los inmigrantes,
a los que tiene ojeriza. Afecta a cerca de 800.000 personas que, cuando no puedan
renovar sus autorizaciones, dejarán de ser “soñadores” para convertirse en
“ilegales”, si el Congreso no elabora una ley que sustituya la de Obama y
regularice la situación de estos “dreamers” que no tienen culpa de residir en
el país al que los condujeron sus padres y que muchos de ellos consideran su
patria, puesto que no han conocido otra. Otro motivo más para considerar calamitoso
el año Trump.
Pero sus “éxitos” no se limitan sólo al ámbito doméstico,
sino también al internacional, donde lo observan como un advenedizo
irresponsable y extremadamente peligroso para un mundo tejido por la globalización
y el respeto recíproco entre los Estados, que se tratan entre sí como iguales.
En este ámbito exterior es en el que se manifiestan con más claridad los
excesos retrógrados y simplistas de las iniciativas del presidente
norteamericano, empeñado en “rescatar” a su país de acuerdos y organizaciones
que cree que perjudican a su nación porque persiguen unas relaciones
comerciales en condiciones de reciprocidad o corregir desequilibrios
ambientales, motivados por la actividad humana, como el cambio climático. Para
Donald Trump, todo esto es inútil, falso o perjudicial para EE UU. Y así se
comporta. Como elefante en una cacharrería, dando físicamente empujones a sus
homólogos en reuniones o encuentros para colocarse el primero en la foto, como hizo
en la cumbre de la OTAN
en Bruselas en mayo pasado, no para destacar por sus propuestas y aportaciones en
nombre del país más importante del mundo. Un cargo que, por lo que se ve hasta
la fecha, le viene grande, ya que piensa que gobernar es mandar sin más, para
lo cual es suficiente con ser “listillo”, egoísta y ambicioso, no inteligente,
como suele en sus negocios. Por eso admira los liderazgos fuertes, los
ejercidos con autoritarismo más que con autoridad, como el de Putin, su gran
“favorecedor”, y, ahora que visita China, el de Xi Junping, ante quien se
desvive en elogios y lisonjas, obviando, él tan locuaz, cualquier mención a las
violaciones de derechos humanos o las críticas por Corea del Norte. Así es el veleidoso
e insustancial Trump, más pragmático que ideólogo, en el peor sentido de ambos
términos.
Su pragmatismo empresarial le lleva a decidir que, ante la
posibilidad de negocio y rentabilidad para la economía de EE UU, es preferible abandonar
el Acuerdo de París contra el cambio climático y seguir contaminando la
atmósfera con el humo de las industrias norteamericanas sin restricción, o
permitir la construcción de un oleoducto desde Alaska a EE UU aunque atraviese
bosques y espacios de especial protección natural, sin estar sujetos a medidas
que eviten el impacto.ambiental y los peligros contaminantes en caso de fugas. Está
convencido que las medidas ecológicas, como ese acuerdo, son debilitantes,
desventajosas e injustas para los intereses nacionales de EE UU, según su parecer
economicista radical.
Y por idéntico motivo ha rechazado el Acuerdo del Pacífico
(TPP) y el Tratado de Libre Comercio que mantenía con México y Canadá por
considerar que favorecen las deslocalizaciones industriales en perjuicio de la
economía de EE UU, aunque sean las grandes compañías norteamericanas las que
colonizan el mundo y las que obtienen
ingentes beneficios de él. Con ello atiende otra de sus promesas populistas electorales
en contra de la globalización y a favor del proteccionismo comercial y el
aislacionismo social de esa “América, primero”, a la que intenta convencer
de que el nacionalismo y el proteccionismo que él propugna servirán
para “make América great again”. Una ceguera aislacionista que induce al presidente a
sacar a su país de la Unesco
y retirarse de los organismos y acuerdos de carácter multilateral. Todo un
triunfo sin parangón del año calamitoso de Donald Trump. ¡Y todavía restan
otros tres!
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