Cuanto más vulnerables nos sentimos, mejor apreciamos la
vulnerabilidad de los débiles, de los indefensos, de los inocentes que ignoran,
en su inocencia infantil, los riesgos a los que están expuestos, los peligros a
los que se enfrentan, la maldad que les acecha en cualquier lugar o en el
momento más inesperado. Al envejecer, asumimos con pesar que las fuerzas
fallan, las defensas aflojan y que la seguridad se pierde, por eso nos conmueve
hasta las lágrimas, en esta edad abyecta, reconocer esa fragilidad en los niños
incluso cuando derrochan energía y rebosan salud, pero más aún cuando un
padecimiento, por benigno que sea, trastoca tanta vitalidad y hace aflorar la
tristeza a los ojos. Un niño enfermo es una traición de la vida y un abismo en
la normalidad que ha de guiar toda existencia hasta su final. Es insoportable
la mirada de un niño triste porque nos interroga sobre lo que injustamente le
pasa, lo que padece inmerecidamente y no sabemos afrontar más que con compasión
e impotencia. Máxime, si ese niño es un familiar, un milagro que nos reconcilia
y premia con su presencia el tránsito que hacemos por este mundo. Quien no
sucumba ante la mirada triste de un niño, quien no se estremezca ante unos ojos
húmedos de pesar, no alberga un corazón en el pecho sino una piedra, ni
sentimientos que le hagan merecedor de la Humanidad a la que se cree pertenecer, sino instintos bestiales. La mirada triste de un niño es una plegaria que no podemos responder más que con amor.
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