En la exigencia de responsabilidad ante la Justicia, por los delitos
cometidos por los políticos catalanes que declararon unilateralmente la
independencia, ha sorprendido la
encarcelación de quienes se pretende soporten,
sin medidas suavizantes, todo el peso de la ley en su extrema y más dura
aplicación. Es cierto que los independentistas actuaron al margen de la ley y
de manera fraudulenta para justificar, con un referéndum no válido y amañado, lo
que ya tenían decidido: declarar la independencia de la región. También es cierto
que nunca quisieron dialogar para, con respeto a la legalidad, buscar vías alternativas
a sus demandas secesionistas en el marco del Estado de Derecho, donde no se
contempla la fragmentación de la soberanía nacional ni la desmembración del
Estado, pero sí fórmulas para adecuar los anhelos soberanistas con el
federalismo de un Estado de las Autonomías que posibilita un poder
descentralizado y con gran capacidad de autogobierno. Cualquier reclamación
identitaria podía y puede ser satisfecha desde la lealtad institucional y el
respeto escrupuloso a la legalidad. Fuera de ese marco, sólo hay vacío, un vacío
ocupado por el delito. Y quienes se empeñaron en alcanzarlo, duermen esta noche
en la cárcel, aunque ello sea una medida desproporcionada que no ayuda ni a la
recuperación de la normalidad institucional ni, mucho menos, al entendimiento
necesario entre quienes esgrimen ideas legítimas aunque opuestas. Como mucho se
les podría considerar delincuentes políticos, no criminales. Ojalá esta exhibición
de rigor con el martillo del Código Penal no agrave la situación, pero me temo
que ello es imposible si el Ministerio Fiscal, dependiente del Gobierno, defiende
las medidas ejemplarizantes que tanto gustan a los que gritan “a por ellos”. Así,
será difícil que en las próximas elecciones catalanas vote el sentido común y
la sensatez frente a estos excesos de visceralidad gratuita por parte de todos.
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