Destituido el gobierno de la Generalitat
de Cataluña, con la mitad de sus miembros en la cárcel y huido su presidente a
Bélgica después de proclamar en aquella región una república de manera ilegal,
saltándose las leyes y haciendo caso omiso de
la Constitución, el
próximo 21 de diciembre se celebrarán elecciones autonómicas para elegir un
nuevo Ejecutivo con el que recuperar la normalidad democrática e institucional.
Pero todos los “opinadores” de la actualidad,
incluido quien esto escribe, han expresado
sus dudas respecto de un resultado que vuelva a ser favorable a los
independentistas y los sitúe, otra vez, como actores y artífices de la
iniciativa política catalana. Es decir, han advertido del regreso a la situación
de origen de una mayoría parlamentaria que posibilitó todas las argucias con
las que, desobedeciendo la legalidad, se consumó la declaración unilateral de
independencia de Cataluña por parte del Parlamento regional. La mayoría de los
comentaristas hemos supuesto que, con Junqueras, Puigdemont, Forcadell y demás
secesionistas en el Parlament, se volvería a las andadas. Y puede que sea un
riesgo cierto. Pero también podría representar una posibilidad de reconducir la
política catalana y recuperar la convivencia ciudadana por vía del diálogo y el
respeto a las leyes, incluida la propia Ley Orgánica del Estatuto por el que se
rige el autogobierno de
la Comunidad.
Existen señales de que el sentido común y la lealtad
democrática imperarán a partir del 21D en Cataluña.
Todos los citados anteriormente, salvo el expresidente
Puigdemont y los consejeros que le acompañan en su autoexilio de Bruselas, han manifestado
de manera explícita su acatamiento al Artículo 155 de la Constitución por el
que el Gobierno suspendió de sus funciones a los miembros de aquel Govern y disolvió el Parlament catalán para convocar
seguidamente comicios en la Comunidad
Autónoma. Es verdad que los que aseguran acatar la norma
constitucional que los suspendió de sus cargos lo hacen para que la Justicia les reconozca
beneficios penitenciarios y les conceda la libertad condicional. Por igual
motivo, afirman ahora que la declaración de independencia que promovieron tenía
un carácter más simbólico que jurídico, por lo que, de alguna manera, parecen decididos
a respetar la legalidad, aunque sea por temor a las consecuencias penales en
las que podrían incurrir, máxime si suponen la reincidencia en delitos por los
que actualmente son juzgados. En cualquier caso, y sea por lo que fuere, los
independentistas nuevamente elegidos no podrán actuar con la desfachatez y la
osadía con que lo hicieron en la anterior legislatura y que les condujo a la
cárcel o al destierro como prófugos. Gracias a la lenta pero firme actuación
de la Justicia,
el escenario que se presenta el próximo 21D es totalmente nuevo, puesto que preserva
la vigencia del Estado de Derecho, que es el único ganador de esas elecciones.
Ante la inseguridad que despertaba un resultado que fuera
favorable a los partidos independentistas en esas elecciones de diciembre, emerge
con fuerza la eventualidad de provocar un cambio de actitud en los dirigentes
de esas formaciones, conocedores ahora de las consecuencias penales de quebrantar
la ley, ignorar las resoluciones del Tribunal Constitucional, no respetar la
legalidad y el marco del Estado de Derecho e incurrir en responsabilidades por
la posible malversación de fondos públicos para iniciativas ilícitas. Cabe, en
fin, la esperanza de recuperar el diálogo y la negociación, ahora sí, para
alcanzar soluciones políticas a un problema territorial de índole político, a
fin de restaurar la grave quiebra de la convivencia entre los ciudadanos de
Cataluña, atajar la fuga de empresas y dar respuesta, desde la ley y la
democracia, a los deseos de ese 39,2 por ciento de catalanes que, según un
sondeo reciente de
la Cadena Ser,
aspira a la independencia.
Y ello es así porque, dentro del marco del Estado de Derecho que
establece la Constitución
y mediante los procedimientos democráticos que en él se contemplan, los
independentistas catalanes podrán perseguir sus objetivos sin recurrir a violar
la ley ni mentir a los ciudadanos, como hicieron durante los últimos años. Es,
incluso, posible reformar la propia Constitución para alcanzar cotas de autogobierno
propias de un Estado verdaderamente federal, sin privilegios ni imposiciones
unilaterales de algunos contra los demás. Acatar estas normas, como aseguran
quienes las incumplieron gravemente, abre un nuevo horizonte esperanzador no
sólo a Cataluña, sino a España en su conjunto en cuanto al funcionamiento
normal de nuestras instituciones y a la relación y convivencia de los catalanes
entre sí y entre los españoles en general. Salvo voces aisladas de
intransigentes radicalizados, tal parece ser el resultado del próximo 21 de
diciembre: el retorno al imperio de la ley y a la asumida vigencia del Estado
de Derecho. Gane quien gane esas elecciones, no hay más opción que la
prevalencia del Estado de Derecho. Un punto de partida sólido para encarrilar
los conflictos que nos aquejan, incluido el catalán.
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