Pero la formación política más infectada por corrupción es
el Partido Popular, en el que cada día surge un nuevo episodio que viene a confirmar
que toda su estructura orgánica está corroída por esa gangrena. Tan invadido está
de corrupción el Partido Popular que ha conseguido ser el primer partido político
imputado por delitos de corrupción en la historia democrática española, puesto
que ha sido citado como entidad con personalidad jurídica por el juez que
investiga la financiación ilegal del partido en Madrid. Se le supone una
organización criminal, por lo que su sede en la calle Génova de Madrid ya ha
sido registrada por la policía en dos ocasiones, algo inaudito en un partido
político. Este último escándalo, con ribetes de sainete por el enfrentamiento
nada disimulado que mantienen la secretaria general y la presidenta regional,
ha llevado a Esperanza Aguirre a presentar su dimisión de la presidencia poco después
de declarar ante la Asamblea
regional. Si la todopoderosa lideresa
ha tenido que tirar las riendas, tras sortear todos los escándalos conocidos en
su entorno (su mano derecha, el exsecretario general Francisco Granados, está
en la cárcel), es que esta vez el mal amenaza la integridad física de la
formación: ya es imposible no amputar miembros carcomidos.
Es verdad que los casos de corrupción también afectan a
otros partidos políticos, de manera
proporcional a sus responsabilidades de gobierno. Precisamente por ello,
la corrupción del Partido Popular es la más grave y preocupante por cuanto es
el partido que gobierna España y la mayoría de las comunidades autonómicas. Su
poder es inmenso, tanto como su responsabilidad. No es nada tranquilizador que
un partido tan corrompido sea el que implementa políticas que afectan a la mayoría
de los españoles, a los que exige sacrificios e impone duras medidas de
austeridad que condenan a muchas personas al paro, la pobreza y la marginación.
Difícilmente, por tanto, un partido así podrá convencer a los ciudadanos de la
bondad de sus iniciativas ni generar la necesaria confianza en sus gobernantes,
puesto que el velo de la sospecha lo cubrirá todo. Máxime cuando ese partido ha
protagonizado, no un caso aislado de corrupción, sino toda una continuada y
extensa conducta de irregularidades a lo largo de su historia y a todos los
niveles. Hasta su líder nacional y actual presidente de Gobierno en funciones,
Mariano Rajoy, es cuestionado por su relación con el caso de los papeles de Bárcenas,
extesorero al que envió mensajitos de apoyo a la cárcel, y en el que figura
como receptor de los sobresueldos no declarados que éste repartía entre la
cúpula de responsables y personalidades del partido. Y si eso pasaba en la
cumbre, de ahí para abajo puede ser aterrador lo que se descubra. Justamente lo
que está sucediendo.
El Partido Popular está inmerso en una serie interminable de
tramas de corrupción que delatan su carácter sistémico. Ya no son los casos
Gürtel o Púnica, sino también Taula, Acuamed, Palma Arena, Pokémon, Brugal,
Emarsa, el caso Nóos, los trajes de Camps, las tarjetas Black y demás que se
acumulan en los juzgados y que hacen imposible considerar la buena fe, el
desconocimiento o la inocencia de los más altos responsables de la formación
sobre lo que estaba –y está- pasando delante de sus narices. Vaciar las arcas
públicas para engordar bolsillos privados y, en parte, financiar ilegalmente al
propio partido, mediante cohecho, malversación y prevaricación, entre otros
delitos, se ha convertido en la actividad fundamental y transversal del partido
que gobierna España. Que, a estas alturas, dimita la condesa consorte que
presidía el partido en Madrid es lo de menos, por tardío. Lo preocupante es que
todavía ningún alto cargo nacional haya asumido su responsabilidad, cuando
menos política, por la situación en la que ha dejado pudrir al partido de los
conservadores de España. Una situación insostenible que hiede allende nuestras
fronteras, donde examinan nuestra economía quienes han de confiar en nuestros
gobernantes.
Y es que el Partido Popular genera una corrupción muy
particular. Aun siendo inaceptable cualquier práctica de corrupción, la cometa
quien la cometa, resulta hiriente que la que protagoniza la derecha de este
país tenga su causa en el enriquecimiento y la avaricia personal, un afán de
lucro desmedido e ilícito que obliga abrir cuentas opacas en paraísos fiscales.
Tanto Granados como Bárcenas, por citar los delincuentes más conocidos de la
derecha en estos momentos, escondían en Suiza ingentes cantidades de dinero
sustraído, mediante sobornos, malversación y contratos ilegales, de los fondos
públicos. Las tramas de corrupción de la izquierda, también deleznables, vienen
motivadas, en la mayoría de los casos, para dar cobertura económica a empresas
y trabajadores en dificultades y sin derecho a ello, por aliviar zonas sin
potencial de desarrollo, con la concesión de ayudas y subvenciones a industrias
que prometen implantarse y crear empleo en el municipio, etc. A pesar de todo,
las irregularidades y los dispendios no están justificados en ningún caso, aunque
disfruten de la mejor de las intenciones. Son actos ilegales, injustos e
inútiles, que además atraen, aprovechando la discrecionalidad, a los que
también persiguen el enriquecimiento personal. Esa es la diferencia entre la
corrupción de los ERE en Andalucía y la corrupción del Gürtel de Valencia y
Madrid. Aunque ambas son igualmente dañinas y repudiables.
Lo que toda corrupción consigue, siempre, es deteriorar la
confianza en las instituciones, denigrar a los servidores públicos, socavar la
credibilidad en el sistema político de la democracia y ofender a los ciudadanos
hasta provocar su desafección y el desentendimiento de la participación
colectiva. Mientras esta corrupción que no cesa siga campando por sus respetos,
como hasta ahora, la política en España será considerada una actividad de
personas sospechosas de latrocinio. Y no andarán muy equivocados,
desgraciadamente.
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