sábado, 6 de febrero de 2016
Cabalgando la libertad
A lomos de un caballo pardo, de largas y negras crines, me alejaba raudo
del pequeño pueblo en el que, hasta ese momento, las horas transcurrían con la
misma cadencia que el aburrimiento. Los días se confundían unos con otros y los
domingos no eran más que otra jornada, pero con misa de doce y adultos
saludándose en la plaza antes del almuerzo. Los amigos nos divertíamos
visitándonos mutuamente, en un transitar sosegado de casa en casa, y yendo al
campo a tirar piedras a los pájaros o cazar lagartijas. Aquel pueblo, por
entonces enorme en comparación con el tamaño infantil de nuestras experiencias
y expectativas, empezaba y acababa en el campo, sobre el que había extendido
varias calles y levantado pocas decenas de casas, todas iguales y todas
humildes. El horizonte en derredor se perdía tras los campos de labor y unos árboles
en la lejanía que se alineaban siguiendo el curso de un arroyo manso como las
vacas del establo. Unos cuantos perros, varios gatos, las palomas de un palomar
cercano, empeñadas en volar en formación varias veces al día, y aquellas vacas
eran los animales que acompañaron nuestro crecimiento y despertaron la
curiosidad por conocer los misterios de una naturaleza pueblerina. Y el
caballo, la bestia enorme de ojos inquietos que te interrogaban cuando te
acercabas para escudriñar tus intenciones, siempre alerta y con los músculos
tensos que parecían tener espasmos por las picaduras de las moscas o los deseos
de saltar el cerco, y una cola negra e incapaz de dejar de agitarse al aire como
un látigo con el que se flagelaba a sí mismo o amenazaba a cualquier intruso.
Sólo el dueño del establo podía acercarse a calmar aquella fuerza apenas
contenida de un animal que, entre caricias en el cuello y la cara, se dejaba
engañar con el forraje que todas las tardes le depositaba en su cubículo
cuadrado y pequeño, tan limitado como la propia población que habitábamos pocos cientos de vecinos. Crecí espiando a ese caballo y comprendiendo sus
impulsos por correr, tan ardientes como mis deseos de rebasar un horizonte cada
vez más estrecho y asfixiante. Forjamos un vínculo que se alimentaba de
nuestras insatisfacciones y de los anhelos de huir. El día en que me decidí, el
corcel pardo me dejó subir a su lomo para escapar juntos de las ataduras que
nos mantenían amarrados a la atonía de lo establecido. Abrazado con fuerza a su
poderoso cuello, salimos nerviosos y raudos del establo y abandonamos aquel
pueblo hasta más allá del río y los árboles, hacia un horizonte infinito que extasiaba
nuestros ojos llenos de lágrimas, cómplices de disfrutar, al fin, de libertad.
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