De todas las combinaciones posibles para pactar, se desechó desde
un primer momento la que parecía más lógica y que hubiera permitido al Partido
Popular revalidar su continuidad al frente del Gobierno. Había conseguido ser
la formación más votada, pero sin alcanzar la mayoría suficiente para gobernar
en solitario. Sus 123 escaños, de un Congreso de 350, lo convertían en minoría
mayoritaria, pero minoría. Necesitaba apoyos, pero nadie estaba dispuesto a ello,
menos aún con Mariano Rajoy, como líder y candidato a presidir el Ejecutivo, cuestionado
por los escándalos de corrupción que asolan a su partido.
Por su parte, los socialistas del PSOE obtenían el peor
resultado de su historia, pero conseguían ser la segunda fuerza parlamentaria,
con 90 escaños. Tampoco estaban en condiciones de poder gobernar si no alcanzaban
acuerdos con otras formaciones que le permitieran aglutinar, cuando menos, una
mayoría simple de votos favorables. Necesitaría recabar apoyos a diestra y
siniestra si quería contemplar la posibilidad de gobernar. De ahí que su líder,
Pedro Sánchez, no dejara de proclamar, como un mantra, su disposición a dialogar
con todos, a derecha e izquierda. No era generosidad, era necesidad.
Se partía de la base de que ninguna de estas dos grandes formaciones,
las que conformaban el famoso bipartidismo a eliminar, estaba dispuesta a dejar
gobernar a la contraria: ni el PSOE al PP ni el PP al PSOE. Surgía, por tanto,
la necesidad de alianzas con las demás formaciones políticas que se sientan en
el Congreso de los Diputados. El PP era quien lo tenía más difícil por cuanto se
tropezó con la negativa de todo el arco parlamentario en sus ofrecimientos de
algún acuerdo para, al menos, garantizar la investidura de su candidato. Al no hallar
ningún apoyo, Rajoy declinó el ofrecimiento del rey para siquiera ser candidato
a intentarlo. Ante esta situación, los socialistas, como segunda fuerza en
número de votos, aceptaron presentar su candidatura e intentar reunir los
apoyos suficientes para formar Gobierno. Contando con los votos negativos por
parte del PP, se veían obligados a recabar el respaldo, mediante una mezcla de
votos favorables y abstenciones, de los nuevos partidos emergentes, Podemos y
Ciudadanos (69 y 40 escaños, respectivamente), quienes de inmediato establecieron
“líneas rojas” infranqueables para todo pacto posible. Entre ellas, que la
presencia de uno provocaría la ausencia del otro en cualquier acuerdo que pudiera
alcanzase.
A pesar de todo, el PSOE estableció negociaciones con ambas
formaciones, ubicadas ideológicamente a su derecha (Ciudadanos) e izquierda
(Podemos), con el convencimiento, tal vez ingenuo, de poder ganarse la
confianza de ambas, bien mediante el apoyo explícito o combinado con la
abstención de una de ellas, para investir a su candidato e incluso materializar
algún acuerdo de Gobierno o legislatura.
A una semana del inicio de la sesión de investidura, todavía
se mantiene firme el desacuerdo. PSOE y Ciudadanos firman un pacto de
legislatura y, a renglón seguido, Podemos se levanta de la mesa de
negociaciones, ofendido por ello. Al parecer, las recetas económicas de
Ciudadanos, asumidas en parte por el PSOE, parecen incompatibles con las
políticas sociales de Podemos, también coincidentes en parte con las de los
socialistas, y dicha incompatibilidad impide cualquier pacto de mínimos que
evite mantener al país en la incertidumbre de no tener gobierno y abocado al
“fracaso incomprensible” de repetir unas elecciones que no garantizarían ningún
cambio significativo en los resultados.
De esta crónica inacabada del pacto imposible, resalta la
voluntad de los contrayentes de no aceptar las cláusulas que los ciudadanos
escribieron en las urnas y la limitada disponibilidad en los que podrían
rubicarlo de hacer sacrificios en beneficio del interés general y grandeza de
miras. Todos parecen empeñados en conseguir fines partidistas y colocar al
adversario como único responsable de unas probables nuevas elecciones, cuyos
cálculos electorales condicionan el pacto que se negocia con tanta dificultad.
Sin embargo, el mandato es claro: hay obligación de pactar y
de formar un gobierno mediante acuerdos entre distintas formaciones políticas,
las cuales habrán de ceder máximos para lograr afianzar un pacto de mínimos que
permita la gobernanza del país y poder afrontar decididamente los graves
problemas que lastran su progreso y desarrollo. Una crisis económica aún no
resuelta, tensiones territoriales con la apuesta independentista de Cataluña y
paliar las injusticias y desigualdades que criterios ciegamente economicistas
imponen, son algunas de las cuestiones que no pueden demorarse ni esperar a
unos nuevos comicios. No tener estos problemas presentes, pensando sólo en el
interés partidista inmediato, sería una afrenta que los ciudadanos no se
merecen y una demostración de una clase política que no está al servicio de su
país. Un divorcio de la política y una desafección ciudadana que incuban
populismos radicales que sólo conducen al callejón sin salida de un país
incontrolado y poco serio. El pacto, y lo que conlleva de aceptación de propuestas
no propias, es la única alternativa a la actual situación política de España. Y
es una obligación ante el mandato popular expresado en las urnas.
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