Celebradas las elecciones autonómicas en Cataluña, que los soberanistas han logrado que se interpreten en clave plebiscitaria, cabe preguntarse qué pasos se van a dar a partir de ahora, cuando se ha conseguido fracturar aquella sociedad prácticamente en dos mitades de igual tamaño y misma vocación excluyente. Sin una mayoría cualificada de apoyo ciudadano (cuantificada en votos), imprescindible para justificar cualquier proceso de secesión, aunque se disponga de mayoría de escaños gracias a la aplicación de la Ley d´Hondt, que favorece a los partidos más votados en detrimento de la proporcionalidad, queda simplemente asumir los resultados en lo que significan –mera elección de un gobierno regional y no un plebiscito- y replantear una nueva estrategia basada en el diálogo y la negociación. Tras el órdago viene la hora de la política.
Sin posibilidad legal para organizar un referéndum tendente
a cuantificar y valorar el sentimiento independentista existente en la sociedad
catalana –el manido "derecho a decidir"-, se ha optado por el recurso de
aprovechar unos comicios autonómicos en el que los partidos que apuestan por la
independencia se presentan en una lista única, posibilitando una lectura
plebiscitaria de sus resultados. Era lo que apuntamos en su día (“Cataluña como
síntoma”) y lo que se ha consumado ayer, con un resultado nada
tranquilizador de división social.
Testada así la opinión de los catalanes, hay que ofrecer ahora
salidas al callejón sin salida al que han conducido a los habitantes de aquella
comunidad autónoma un presidente, Artur Mas y sus correligionarios, que ha
buscado prioritariamente mantenerse en el machito aunque ello suponga adherirse
a los postulados independentistas de sus nuevos socios. Sin nada que ofrecer a
los ciudadanos, con un balance de gobierno de absoluta inoperancia y envuelto
en escándalos de corrupción que afloran en sus filas y entre sus amigos, el honorable president se ha apoderado de
las utopías independentistas que alberga un sector de la población, nada
mayoritario como acaba de confirmarse (48 % de votos a favor de la
independencia y 52 % en contra), para huir hacia adelante y conservar la
poltrona, contradiciéndose con lo que pensaba hace años, cuando afirmaba que
“la independencia es un concepto anticuado y oxidado”. No le ha importando
organizar un auténtico lío, al dar alas a los afanes secesionistas de sus
nuevos socios, aún a sabiendas de su inviabilidad legal. Y, aunque esos afanes sean
compartidos por cerca de la mitad de los catalanes, no pueden imponerse de
facto al conjunto de la sociedad catalana y a espaldas de la española, único
titular de la soberanía nacional y única con capacidad para decidir. Por muy
legítimo que sea aspirar a la independencia, ninguna legitimidad prevalece a la
legalidad en un Estado de Derecho y democrático.
A partir de hoy, pues, nada cambia en Cataluña salvo la
frustración de no alcanzar los objetivos perseguidos y complicar esos
equilibrios políticos en los que se basa la formación de gobierno y el
funcionamiento de las instituciones. Todos los resortes del Estado continúan
vigentes y la jurisdicción de sus tribunales sigue rigiendo en Cataluña, como
bien advierte Toño Fragua en un artículo publicado en La Marea.
Pero , tras la erupción visceral del proyecto independentista,
queda una tarea ingente por hacer centrada en la sensatez y la racionalidad:
volver a la mesa del diálogo, abrir cauces a la negociación y buscar acuerdos
que satisfagan a unos y otros. Esto es más fácil de decir que de hacer, pero no
deja de ser un imperativo inmediato tras el resultado electoral de ayer. Hay que
aceptar las reglas del juego en toda búsqueda de entendimiento que pretenda
resolver los problemas. Desde el inmovilismo de unos y la radicalidad de otros
no se consigue nada, salvo fracturas sociales de difícil cicatrización. Rajoy y
Mas tienen que sentarse a negociar, desde el respeto a la ley, la lealtad
institucional y con voluntad de pactar acuerdos, incluidos cambios en la Constitución , si fuesen
necesarios.
Hay que abordar un nuevo modelo de financiación autonómica,
hay que recuperar las reuniones de presidentes, hay que reformar definitivamente
el Senado para convertirlo de verdad en una cámara territorial y hay que hacer
figurar en la
Constitución la estructura real del Estado, plasmando su
configuración autonómica. Y hay que dar respuestas al sentimiento
independentista de muchos catalanes, brindándoles la posibilidad de un
autogobierno aún más eficaz, eficiente y recíprocamente más solidario con el
conjunto del Estado del que forma parte, con pleno respeto a las leyes y los
procedimientos democráticos. Ahora toca hacer pedagogía política para resaltar
todo lo que se puede conseguir juntos y las ventajas que sólo se logran con la
fuerza y el trabajo de todos, en todos los ámbitos: económico, social, cultural
y político.
Los verdaderos demócratas ajustan su comportamiento a la
legalidad y no hacen lecturas interesadas y torticeras de los resultados,
respetando escrupulosamente el veredicto de las urnas. Y lo que ha expresado el
pueblo catalán es una división casi alícuota entre partidarios y detractores de
la independencia. Un resultado que obliga a tender puentes y manos abiertas al
entendimiento entre ambos sectores de la sociedad catalana como sólo se puede
hacer desde la política: con diálogo, negociación y consenso. Y eso ha de
empezar a hacerse desde hoy, tras las proclamas eufóricas de victoria que todos
entonaron ayer a sus seguidores. Y ha de hacerse porque un 47 por ciento de los
votos no son suficientes para proclamar unilateralmente la independencia, ni un
52 por ciento restante puede negar la existencia de un problema al que hay que
dar solución. De ahí la pregunta: ¿Y ahora qué, Cataluña?
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