En casi todas las culturas existen costumbres que se mantienen a través de generaciones sin apenas modificación y aceptándose simplemente por formar parte de la tradición. Es, precisamente, la tradición el argumento de autoridad que utilizan sus defensores para conservar atávicas y cuestionadas costumbres que, ante los ojos de la actualidad, resultan inapropiadas y hasta repudiables. En casi todos los países se dan estos comportamientos contradictorios entre unas arraigadas costumbres antiguas y los modernos parámetros éticos y morales asumidos por la sociedad.
En Estados Unidos (EE UU), por ejemplo, es legal portar armas con sólo rellenar un formulario
en la armería antes de adquirir un arma de fuego. Tan tradicional es la
libertad de “defenderse” que, en ese país, se producen tres muertes cada hora relacionadas
con armas de fuego. De hecho, 32.163 norteamericanos perdieron la vida por
armas de fuego en 2011, según de Gun
Policy, más del doble de muertes ocasionadas en todo el mundo por atentados
terroristas. Siendo una causa de muerte tan importante y que podría evitarse
con facilidad, los ciudadanos norteamericanos no apoyan las iniciativas
gubernamentales tendentes a regular más estrictamente, de manera restrictiva,
la adquisición de armas de fuego. Apelan a un derecho constitucional que ampara
la libertad del individuo a asumir su propia defensa, incluso frente al
Gobierno, aunque en otras cuestiones permitan modificaciones y “enmiendas” a la Constitución.
Sin embargo, más que “defensa”, el acceso a las armas de
fuego provoca “ofensas” a la integridad vital de inocentes víctimas por parte
de sujetos que, gracias a la posesión de armas de fuego (pistolas, rifles,
etc.) la han emprendido a tiros con conocidos o desconocidos. El historial de
sucesos relacionados con armas de fuego es prolijo y raro es el día en que los
medios de comunicación no se hacen eco de nuevos episodios que engrosan la
negra lista de masacres y matanzas. Como la de Newton, donde un joven de 20
años abría fuego en un colegio, matando a 20 niños menores y seis profesores. O
la matanza en un cine, en la que otro joven dispara contra los espectadores,
causando 12 muertos y 58 heridos. Pero quizás la más conocida (gracias al
documental realizado por Michael Moore) sea la matanza de Columbine, en la que
dos alumnos la emprendieron a tiros contra sus compañeros de instituto,
asesinando a 12 de ellos y a un profesor antes de acabar con sus propias vidas.
Ni el sentido común, ni la precaución ni los intentos del Gobierno por combatir
esta lacra han podido con la “tradición” de portar armas en Estados Unidos,
aunque acaben matándose entre ellos. Es su manera de sentirse “libres”.
Pero si sanguinarios son los “yankees” con el “disfrute” de
sus armas de fuego, tan sanguinarios son muchos países de África y Asia, donde
se practica la ablación del clítoris por
“tradición”. Más de 125 millones de niñas y mujeres en todo el mundo han sido
víctimas de la mutilación genital femenina (MGF). Quienes la consienten dicen
estar amparados por la tradición, a pesar de que numerosos estudios demuestran
que ninguna religión justifica ni alienta su realización. Según la Organización Mundial
de la Salud ,
las causas de la MGF
hay que buscarlas en factores culturales, religiosos y sociales que se
perpetúan por tradición, presión social y creencias “machistas” sobre la
virginidad prematrimonial y la fidelidad matrimonial. En la mayoría de las
sociedades en las que prevalece esta
práctica se considera una arraigada tradición cultural, el argumento más
socorrido para su mantenimiento, ya que sólo basta para sostenerlo el que
“siempre se ha hecho así”.
Pero el recurso a la tradición no valida lo que abiertamente
choca con planteamientos legales y éticos que en otros ámbitos hubieran bastado
para prohibirlos y extirparlos del comportamiento colectivo y de las costumbres
sociales. Aquí, en España, se mantiene una disputa por el maltrato animal. El maltrato animal por pura diversión, por muy
tradicional que sea, causa rechazo en amplias capas de la población. Sin
embargo, en muchos pueblos de España se siguen celebrando la suelta de toros
como parte de fiestas patronales, incluso en aquellas comunidades que prohíben
la lidia “profesional” del toro bravo. Tal es el número de festejos en los que se
contempla toda la siniestra graduación de ensañamiento con el animal, que este
verano se ha producido la muerte de 13 personas cogidas por asta de toro, una
de ellas al caer desde una zona protegida. Desde el año 2000, la estadística
eleva a 74 el número de muertos por encierros y festejos taurinos en España.
Son tan numerosas las variables de regocijo patrio con la
tortura y muerte de un animal que ya existe un movimiento animalista que lucha
por evitar este tipo de festejos salvajes que se mantienen por simple
tradición. Entre las expresiones más deplorables de esta diversión “taurina”
podría figurar la conocida como El toro
de la Vega ,
que se celebra en la localidad vallisoletana de Tordesillas, en la que un toro
es perseguido por lanceros a caballo hasta que acorralan y logran matar al
animal, atravesándolo con las lanzas. Otra “tradición” muy arraigada son los
“toros de fuego o toros embolaos”, en las que al animal se le atan antorchas en
llamas en los cuernos que le provocan graves quemaduras para solaz diversión de
los pueblerinos que corren a su alrededor. Los “toros enmarronados” son
aquellos que son atados con cuerdas y arrastrados por las calles para
divertimento de los lugareños en fiestas y jolgorios. La “suelta de toros” por
calles y plazas, dentro de un perímetro aislado con barreras de madera para
“protección” del público, es la modalidad más común de festejos en los que el
personal se entretiene corriendo y esquivando a un animal asustado que puede
acabar “ejecutado” tras la fiesta. Es lo que se hace ante los ojos de la
autoridad en Coria (Cáceres), donde el toro es finalmente abatido públicamente
de un disparo durante las fiestas de San Juan, contraviniendo las ordenanzas de
Seguridad Ciudadana a la hora de portar armas y hacer uso de ellas en público. Sin
embargo, se mantienen estas costumbres con el argumento de la tradición, porque
es lo que siempre se ha hecho durante décadas, a pesar de causar muertos,
violentar principios cívicos y morales y rozar en algunos casos la ilegalidad.
Las salvajadas mantenidas por tradición abundan en todos los
lugares, siendo impermeables al progreso y avance de las sociedades que las
mantienen. Están ancladas en comportamientos que debían haber sido erradicados
por la formación, la ética y las leyes que combaten las injusticias, la
iniquidad y las creencias infundadas. Disponer de armas de fuego en los
hogares, como si de un electrodoméstico se tratara, aunque los niños las
encuentren y las utilicen para matar, que es su función; mutilar a las niñas y
mujeres por absurdos e irracionales motivos más machistas que culturales; o
matar animales sin más finalidad que la mera diversión, son atávicas salvajadas
que ni la tradición justifica. Pertenecen a otras épocas y a otra mentalidad,
cuando la relación del hombre con sus semejantes o con la naturaleza se basaba
en la supervivencia del más fuerte y en aprovechar hasta esquilmar los
recursos, con desprecio al débil, a las mujeres y a los animales. Son restos
atávicos de los que hay que desprenderse para seguir avanzando en un mundo
regido, no por la tradición, sino por la razón. Pero, me temo, que una vez más
se perpetuarán porque “es lo que se ha hecho siempre”, aunque sea inexacto e
interesado. Se hacen porque conviene al poder que las tolera, simplemente, y al
negocio que con ellas se beneficia. A pesar de ser auténticas salvajadas.
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