Tras el espectáculo que está dando Europa con los cupos o número de refugiados que los distintos países deberían acoger para dar respuesta sensata y compasiva al éxodo que se agolpa en sus puertas -una especie de reparto caritativo para salvar el prestigio y lavar la conciencia-, parece pertinente valorar la miseria con que se pretende zanjar la cuestión. Un espectáculo del que participa España al poner condiciones para acoger 17.000 refugiados y hacer planes para alargar en dos años el plazo en que escalonaría el recibimiento de ese cupo de exiliados que huyen de la guerra y el hambre. Arguye nuestro país que hay que ordenar la acogida para evitar problemas de integración y alojamiento. Causa vergüenza ajena las excusas que pone un país de más de 46 millones de habitantes para dar asilo a 17.000 refugiados.
Una actitud cicatera que se practica en toda Europa –un club
de naciones ricas con 500 millones de habitantes- para afrontar la crisis
humanitaria que provoca la guerra civil de Siria y que expulsa a buena parte de
su población a jugarse la vida en una huida en barcazas por el mar y a pie por
tierra, atravesando países intermedios que ponen todo tipo de trabas a esa
migración. Los que no acaban ahogados en las playas (la cruda fotografía de
Alan nos muestra una realidad que preferimos ignorar) se dejan los pies
machacados de cruzar fronteras y alambradas para alcanzar el continente de la
cristiandad y la riqueza, para intentar llegar a la Unión Europea. Un destino final
cuya riqueza parece ser que no alcanza para acoger a tantos inmigrantes y una
cristiandad que olvida su moral al negar auxilio al necesitado. Todo un ejemplo
de civilización que figurará en los libros de historia cuando se hable de la
injusticia y el egoísmo de una Europa que se afana en abanderar lo contrario de
lo que practica, desdiciéndose a la hora de asumir un problema puntual, cual es
la tragedia a la que se ven abocados ciudadanos sirios, afganos y eritreos a
causa de guerras o dictaduras que no nos son del todo ajenas. Y de la xenofobia
y el racismo que vuelven a brotar en la próspera Europa, ofreciendo el bochornoso
espectáculo de ver centros de acogida incendiados y manifestaciones
ultramontanas contra los inmigrantes y los supuestos peligros que representan,
no por parte de algún palurdo sin alma ni cerebro, sino en boca de ministros y
dignísimos altos dirigentes políticos, que dudan incluso si un español pierde
su nacionalidad cuando se halla en el extranjero.
España podría, si se lo propusiera, acoger a 100.000
refugiados, repartidos entre todos los municipios del país. Un simple cálculo
nos revelaría que el esfuerzo de solidaridad que demandaría tal propuesta se
limita a 12 refugiados por cada uno de los 8.122 pueblos que existen en todo el
territorio nacional. Tal número de refugiados representa sólo el 2 por ciento
de la población española, un porcentaje que ni altera la convivencia ni
menoscaba nuestras libertades y oportunidades materiales, pero nos engrandece
como nación hospitalaria y responsable ante los países de su entorno,
afianzando lazos y relaciones en un mundo interdependiente y global.
Europa y, con ella, España están obligados a definir su
papel en defensa de las libertades y, ante la tragedia de los refugiados
sirios, del derecho de asilo como valores irrenunciables en todo el espacio común,
sin dar lugar al triste y vergonzoso espectáculo de división y egoísmo que
hasta la fecha han ofrecido. Si juntos formamos un espacio económico y monetario
común, también juntos debemos respetar y cumplir los acuerdos fundacionales de la Unión en cuanto a valores y
principios que inspiran las leyes y la convivencia en Europa, sin que ninguna
crisis ni ninguna avalancha migratoria nos haga renegar de ellos. Mientras
Europa se lo piensa, España puede y debe dar ejemplo.
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