Aquel “lunes negro”, Lehman Brothers se declaraba insolvente tras reconocer pérdidas superiores a 2.700 millones de euros por sus negocios con créditos inmobiliarios de alto riesgo (las famosas hipotecas subprime). Tras él, fueron cayendo otros especuladores comprometidos con los mismos productos hipotecarios, que se vendieron a inversores y bancos de todo el mundo. Merrill Lynch, otro gran banco de inversiones, acabaría siendo vendido al Bank of América al no poder hacer frente a sus deudas y AIG, un gigante de los seguros y las inversiones, precisaría de un préstamo puente de
Las bolsas del mundo entero se hundieron y los problemas de liquidez hicieron cerrar el grifo de los bancos, haciendo acumular las pérdidas por la titulación de unos activos de deuda de imposible cobro. El método al que estos inversores se apuntaron para ganar mucho dinero de forma rápida, como todo negocio de estructura piramidal, funcionó bien al principio pero acabó derrumbándose y comprometiendo la solvencia de muchos países occidentales. Los gobiernos se vieron en la necesidad de salir al rescate del sistema financiero ante el miedo de que un colapso del mismo pudiera afectar gravemente a la actividad económica, como de hecho ha ocurrido.
Los efectos de esta crisis comenzaron a notarse durante el
segundo mandato del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, quien
al principio optó por restar importancia al problema que se le venía encima, negando
la existencia de la crisis, para después verse forzado a adoptar unas medidas
económicas contrarias a las de su ideario electoral, tras la inutilidad de unos
planes de choque que consumieron ingentes cantidades de inversión pública (Plan
E) y avales para la banca. Se inicia, a partir de entonces, una etapa de
intervención estatal para hacer frente a la crisis que continúa en la
actualidad, siete años después, con unas políticas de ajuste y reformas que nos
instalan en una austeridad casi suicida que ralentiza la actividad económica.
Ello se traduce en la contracción del consumo, el descenso del Producto
Interior Bruto (España entra en recesión económica dos veces) y una escalada de
destrucción de empleo que convierte a nuestro país en el que más empleo
destruye del mundo, tras alcanzar cotas insoportables de más de cinco millones
de parados.
La inicial “avaricia” que provocó la crisis, por culpa de
una banca tradicional dedicada a las inversiones de alto riesgo, no se ha
corregido definitivamente, simplemente se ha “ralentizado”, dando lugar a una
tendencia de concentración que ha engordado aún más a los poderosos agentes
financieros. Lo que era una “debilidad” –fallar en las inversiones y
tener que “apechugar” de ello- se ha convertido en “fortaleza”, al contar con
el auxilio de gobiernos que priorizan el rescate financiero al de los
ciudadanos, a los que prefieren empobrecer. Así, mientras instan recortar gasto
social y controlar toda inversión pública no rentable, esos “mercados” exigen
la desregulación de su actividad y mantenerse al margen de cualquier control o
supervisión gubernamental. Aún hoy, el G20 (grupo de países industrializados y
emergentes) sigue debatiendo medidas para controlar las actividades del sistema
financiero sin acordar ninguna que sea eficaz. De ahí que nadie descarte la
posibilidad de que se repitan los errores –y las avaricias- del pasado que
provocaron una crisis que todavía colea. Y es que, más que una crisis
económica, lo que hemos sufrido es una plaga ocasionada por la avaricia de unos
especuladores sin escrúpulos.
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