Que Sovaldi es fruto del más puro capitalismo especulativo
es algo archiconocido, pero ello no impide que sea un extraordinario
medicamento contra la Hepatitis C
crónica y una esperanza cierta de vida para las personas que sufren una
infección que puede degenerar en cirrosis y cáncer de hígado. Pero su
desmesurado precio ha despertado una encendida polémica en la opinión pública
al conocerse las demandas de los afectados, que exigen ser tratados con ese
medicamento, y las reservas del Ministerio de Sanidad a facilitar su uso de
forma generalizada, no por la peligrosidad y contraindicaciones que pudiera presentar,
sino por simple cuestiones económicas que surgen, precisamente, en tiempos como
los actuales de recortes y ajustes presupuestarios.
¿Y por qué es tan caro Sovaldi? Porque es único (no tiene competencia), se ha obtenido tras años de investigación en ingeniería genética (con financiación privada pero también pública en Estados Unidos) y el resultado exitoso de todo ello, así como el laboratorio que lo consiguió –Pharmasset-, fueron adquiridos a cambio de 11.000 millones de dólares por otra empresa multinacional –Gilead-, que es la que lo comercializa, poseyendo la propiedad de la patente. Como dueña del producto, esta pone el precio que estima conveniente para rentabilizar con creces la inversión realizada en el menor tiempo posible. Hasta aquí, nada extraño en la práctica mercantil a que estamos habituados y que no discutimos cuando vamos a vender un piso, por ejemplo. ¿Dónde surge la polémica?
La discusión que se plantea es sobre si debe prevalecer el
beneficio empresarial sobre el derecho a
la salud de la población, cuando ambos intereses están enfrentados. No es un
asunto baladí, pues se ponen en cuestión las reglas del juego en las que se
basan toda la actividad económica mundial y el incuestionable sistema de
economía libre de mercado, aquel que nos impone sus normas y sus prioridades. Pero
que nuestro país sea relativamente pobre no es problema suyo. Tampoco que
tengamos una sanidad gratuita, universal y pública, como derecho reconocido en
el artículo 43.1 de la
Constitución , financiada con los impuestos que, en teoría,
pagamos todos en función de nuestra renta. Y es que todo eso que llamamos
Estado de Bienestar, justo el que se está desmontando, le importa muy poco a
una empresa que sólo persigue, como cualquier empresa, el beneficio económico y
atiende exclusivamente a su cuenta de resultados.
¿Hay que plegarse, entonces, a los dictados de la farmacéutica?
En principio, sí, si queremos adquirir lo que sólo ella vende y nuestros
enfermos necesitan. Si fuéramos un país que invierte en vez de recortar en ciencia,
investigación y desarrollo, que estimula el conocimiento en vez de poner trabas
a la enseñanza universitaria menguando becas y encareciendo matrículas o que
protege su sistema público sanitario en vez de intentar privatizarlo a trozos (“externalizar”,
lo llaman), seguramente tendríamos mayor fuerza de negociación con la
multinacional farmacéutica y alcanzaríamos acuerdos que compensarían a ambas
partes. En cualquier caso, las expectativas de toda venta dependen de las posibilidades
compra. Si las condiciones de estas son inasumibles (por ser desproporcionadamente
caro), aquellas no se cumplen, por mucha presión que ejerzan a través de las movilizaciones
de afectados y de una oportuna y eficaz campaña mediática para sensibilizar y
ganarse a la opinión pública.
Hay que negociar con la farmacéutica para conseguir un
precio razonable del medicamento, mucho más acorde con el de otros productos
igual de imprescindibles en la terapéutica médico-quirúrgica, y desde la
ventaja de ofrecer todo un mercado nacional nada despreciable a los intereses
mercantiles de la empresa, multinacional que, con toda seguridad, también
provee otros medicamentos o productos cuya adquisición podría condicionarse a
la negociación del precio de Sovaldi. Para los hábiles profesionales en
transacciones mercantiles, estas negociaciones por parte del Ministerio de
Sanidad no deberían resultar excesivamente complicadas o difíciles. Sólo es cuestión
de tomárselas en serio y con voluntad de llegar a acuerdos.
Pero, ¿tan caro es realmente este medicamento? Sí, Sovaldi
es muy caro en comparación con otros antivirales pero relativamente asequible
frente a otras alternativas mucho más complejas y menos seguras, como son los
trasplantes. Su precio también depende de la cantidad a comprar y del número de
pacientes a los que estaría indicado. Estos datos previos se desconocen en
España. El ministerio de salud francés anunció, en noviembre pasado, que pagaría
13.600 euros por cada bote de Sovaldi, es decir, 41.000 euros por el
tratamiento mínimo de doce semanas por paciente, y cifró en 200 mil el número
de enfermos que tendría que atender. Aquí negociamos a ciegas, pues aún se
carece de un censo de pacientes.
¿Y quiénes podrían necesitarlo? No todas las hepatitis
precisarían tratamiento con Sovaldi, sino la hepatitis C crónica en la que las
complicaciones no permiten el uso de los medicamentos habituales, por sus
efectos adversos o ser refractaria a los mismos. Hay que saber que la hepatitis
C, causada por el virus de la hepatitis C (VHC), es una enfermedad que afecta
al hígado y que se contagia al entrar ese virus en contacto con la sangre a
través de heridas en la piel, pinchazos y otros mecanismos de exposición
accidental, al compartir jeringas para inyectarse drogas, mantener relaciones
sexuales sin protección con personas que padecen la enfermedad, pacientes
sometidos a frecuentes diálisis renal o múltiples transfusiones sanguíneas,
trabajadores sanitarios que manipulan constantemente sangre potencialmente
contaminada y hasta personas que se hacen tatuajes con tintas compartidas o
agujas no estériles. Cualquiera puede estar sujeto a padecer una hepatitis C.
En fase aguda, la hepatitis C es una infección que puede
cursar sin presentar síntomas, lo que hace que muchos pacientes ignoren padecer
la enfermedad. Entre un 15 y 25 por ciento de estos pacientes curan
espontáneamente y “eliminan” el virus de su organismo sin ningún tratamiento.
Sólo cuando la carga viral permanece se considera que la enfermedad se ha hecho
crónica. Ese 75 u 85 por ciento restante de los afectados por hepatitis C se
convierten, por tanto, en enfermos crónicos o de por vida y han de ser tratados
para evitar la probabilidad de daño hepático y cáncer de hígado. La OCU (Organización de
Consumidores y Usuarios) estima que unos 6.500 pacientes con cirrosis
descompensada presentan en estos momentos una alta probabilidad de muerte si no
se erradica el virus, y que son unos 30.000 los que en el conjunto del país
tienen diagnosticada cirrosis, aunque no esté descompensada, y deberían ser
candidatos a recibir el medicamento Sovaldi.
Exagerando las necesidades, y sin un censo preciso, podría
calcularse en 150.000 el número de personas que podrían necesitar Sovaldi en
nuestro país, si se extrapolan las previsiones francesas a nuestra población
(un 70 % de la de Francia). A un precio de 25.000 euros el envase (que podría
reducirse a la mitad en una negociación), el gasto para la Seguridad Social
española ascendería a cerca de 4.000 millones de euros, a repartir entre el
Gobierno central y las Comunidades autónomas que tienen transferidas las
competencias en sanidad. ¿Es ello desorbitado?
Ni es desorbitado ni inasumible, si lo comparamos con los 61.000
millones de euros que ha costado el rescate de la banca o las subvenciones que
se conceden a los partidos políticos -por escaño, grupo parlamentario y número
de votos- en nuestro país. El problema, por tanto, no es económico, sino
ideológico. Financiar desde el Sistema Nacional de Salud un nuevo medicamento,
sumamente eficaz contra una dolencia crónica que condena al que la padece a una
muerte segura, es potenciar la filosofía de un servicio público cuyo
sostenimiento depende de los presupuestos del Estado. De ahí los impedimentos
en facilitar su uso de forma generalizada cuando lo que se persigue es todo lo
contrario: dejar de socorrer al desfavorecido y que cada cual se costee sus
propias necesidades a través de pólizas y seguros médicos, reduciendo la
sanidad pública a simple asistencia de beneficiencia, de forma progresiva y
deteriorando la calidad de sus prestaciones.
Porque, aunque el gasto farmacéutico es una de las partidas
más voluminosas de nuestro Sistema Nacional de Salud, su coste, compartido en
cada vez mayor porcentaje por el usuario, es completamente sostenible para las
arcas públicas. No es, por tanto, admisible que se juegue con la vida de las
personas al retrasar la administración de un tratamiento cuyo potencial de
curación está contrastado científicamente. Máxime cuando, en caso de necesidad,
se puede promover la emisión de licencias obligatorias que posibilitan su
fabricación temporal como genérico, sin aguardar el plazo de 20 años en que una
patente se convierte de dominio público.
Por todas estas razones, lo mejor que puede hacerse con el
Sovaldi es prescribirlo a los pacientes que lo necesitan, atendiendo
exclusivamente al criterio médico y el derecho a la salud del afectado. Y las
monsergas, sobre todo si ponen en peligro la vida de las personas, es mejor
dejarlas para la hora de votar, para hacer rendir cuentas a los que juegan con
nuestra salud.
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