Tras la espontánea oleada de manifestaciones en solidaridad
con los ciudadanos asesinados en París, en las que todos expresaban ser Charlie
Hebdo, los políticos irrumpieron en escena exponiendo sus planes de
salvaguardia del modelo de convivencia democrático con medidas harto
discutibles e, incluso, manifiestamente rechazables por aprovechar el repudio a
los atentados con la evidente aspiración de retornar a los estados nacionales y
el sellado de fronteras. Utilizaban el terror para impulsar políticas superadas
de intolerancia, desunión y aislamiento de las que Europa se aleja con la
construcción de su proyecto de Unión continental. El peligro, con estas
iniciativas hacia un viejo nacionalismo disgregador, es la manipulación de los
sentimientos, mediante las palabras y los conceptos, para implementar una
seguridad cuya primera víctima, después de la palabra, será la libertad que
disfrutamos en el Viejo Continente. Ya hay muestras de ello.
De manera precipitada, comienzan abundar proyectos que, en
nombre de la seguridad, acarrean el deterioro de las libertades y el sacrificio
de derechos que tanto han costado conseguir. Se solicita la supresión del
Espacio Schengen para restringir la libre circulación de europeos por Europa y
recuperar los pasaportes a la hora de transitar por una Unión de la que
formamos parte. Si fuera sólo un error de cálculo, la medida de volver a
establecer las fronteras internas apenas despertaría la atención de los
Gobernantes, puesto que toda la legislación europea, que se transpone a los
estados miembros, la hace innecesaria. Pero es que, además, resulta inútil para
frenar el fenómeno del terrorismo al que nos enfrentarnos, ya que quienes
ejercen la violencia son ciudadanos europeos, de padres o abuelos inmigrantes.
Son franceses los que han cometido los últimos atentados en Francia, diga lo
que diga Le Pen.
Olvidamos, al parecer, las causas y los métodos de los
acontecimientos sangrientos que nos han conmovido y actuamos impulsados por la
emoción, no la razón. Ni el cierre de fronteras ni la intolerancia con quien no
profesa nuestras costumbres nos protegerá de vivir en la intranquilidad y los
peligros del mundo. Una ceguera que nos hace olvidar que, aparte de los
fanáticos yihadistas ejecutores de la masacre, el peligro también radica en
quienes son capaces de traficar con armas y las venden al mejor postor, sin
importar ideología, religión o color de piel. Tan peligroso como el fanatismo
religioso es ese mercado que trafica con armas y que hace posible que se cometan
atentados. De entre todas las medidas
anunciadas, ninguna se refiere al control de esas armas, a la vigilancia de ese
mercado y a la detención de sus mercaderes sin escrúpulos. Sólo prestamos
atención a los que visten turbantes o rezan a dioses extraños para
considerarlos sospechosos, sin caer en la cuenta de que el vecino de al lado es
quien permite las atrocidades que ellos cometen en su locura. Más que controlar
fronteras internas, habría que controlar los negocios clandestinos dentro de
ellas, si de verdad queremos hablar de seguridad.
Sin embargo, seguimos actuando impulsados por nuestros
prejuicios y llegamos incluso a criminalizar etnias, no a delincuentes. La Dirección General
de la Policía
ha ordenado retirar una circular de la Jefatura de Sevilla en la que aconsejaba extremar
las precauciones sobre aquellas personas de origen árabe por su sola condición
racial y por mostrar un comportamiento, a juicio de los agentes, sospechoso,
como es estar consultando un ordenador en el interior de un vehículo o estar
tomando fotografías fuera de lugares turísticos. Es fácil, movido por un celo
excesivo, pasar de la alerta a la exageración, y de la prevención al abuso y
atropello. Se obvian los derechos de las personas.
En España, desde hace un tiempo se están dando pasos
agigantados hacia el recorte de derechos y libertades en nombre de la
seguridad. La `Ley Mordaza´ es claro ejemplo de esa actitud restrictiva de lo
que la Carta Magna
reconoce como derechos. Ahora se va a dar un paso más con la nueva Ley Orgánica de Seguridad Nacional que pondrá en manos del presidente del Gobierno la
dirección política y estratégica de cualquier situación de crisis, con potestad
para movilizar recursos personales y materiales, públicos y privados. La ley
contempla riesgos y amenazas que se consideran “transversales” y conceptos de
seguridad interior y exterior que resultan difusos, por lo que se proponen
respuestas integrales que dotan al presidente del Gobierno de un poder casi
absoluto y sin control, ya que le exime de depender del Congreso como requiere la declaración del
Estado de Alarma, Excepción y Sitio. Así, Rajoy puede alardear en un mitin: “No daremos
tregua a los enemigos de las libertades”.
Todas estas medidas restrictivas se hacen en nombre de la
libertad. La primera víctima de la seguridad es la palabra, pues se manipula
con ella, se manosea hasta que cambia su significado y permite inocular nuevas
ideas a través de conceptos aceptados, que no despiertan recelo ni rechazo:
democracia, libertad, etc. Todo se hace en nombre de esos sacrosantos ideales.
Deterioramos la democracia en nombre de la democracia y reducimos libertades en
nombre de la libertad, aunque para ello tengamos que recurrir a las emociones,
no a la razón. Y la más fuerte de las emociones es el miedo: es la manera más
eficaz de hacer desistir a alguien de sus propósitos o ideas. Con miedo no
percibimos que estamos siendo expuestos a la acción de la propaganda. Es una
estrategia utilizada anteriormente.
Sólo así, inoculados de miedo, renunciamos a nuestras
libertades, renunciamos a nuestros derechos en nombre de una seguridad
imprescindible, dicen, para defenderlos. Y asumimos que cualquier crítica a la
seguridad se rebata como una justificación del enemigo; cualquier discrepancia
de los métodos se despache como una concesión a quienes nos atacan; cualquier
explicación se tilde de un signo de debilidad. Como concluye Irene Lozano* en
un libro de renovada actualidad, “se asfixia el debate, el análisis y el
razonamiento, mientras se da oxígeno a cualquier planteamiento emocional de
carácter maniqueo”.
Nos preparan sutilmente para que interioricemos un combate
que libramos con todas las “armas” posibles, incluidas las que recortan
nuestros derechos, las que erosionan las libertades y deterioran la democracia.
Un combate del que no exigiremos resultados, no mediremos su eficacia, no
enjuiciaremos sus resultados. Así hasta el próximo atentado, porque recontando
arbitrariamente derechos y libertades no se acaba una guerra. Una guerra de la
que, como pide José Ignacio Torreblanca, convendría saber cómo vamos a luchar,
con quién lo vamos a hacer y con qué objetivos últimos, no vaya ser que, ante
la ausencia de análisis de fondo, estemos en realidad asistiendo a iniciativas
de cálculo político y electoral, gracias a la propaganda y el miedo, en vez de
adoptando soluciones estratégicas globales.
______* Lozano, Irene: El saqueo de la imaginación, Random Haouse Mondadori, S.A., Barcelona, 2008.
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