Tras 53 años de una política de aislamiento al régimen
cubano, EE UU afloja la soga y decide restablecer relaciones diplomáticas con
la isla y superar, así, décadas de un enfrentamiento soterrado que no ha
impedido ni que Cuba abandonara el comunismo ni que EE UU lograra ejercer
influencia sobre aquel régimen. Los únicos afectados por esa prolongada e
inútil situación han sido el resignado pueblo cubano y sus ansias, siempre sofocadas,
de libertad. Era una situación inconcebible y hasta inconveniente para los
tiempos actuales y los intereses norteamericanos en un mundo global que presenta
otros problemas.
Si alguna vez las banderas que bajaron de Sierra Maestra
para ondear en La Habana ,
el 1 de enero de 1959, supusieron un reto inaceptable para los intereses
geoestratégicos de EE UU, máxime si exportaban revolucionarias metástasis cheguevaristas por toda la región, hoy
en día el viento de la historia apenas las agita deshilachadas como símbolos de
la decrepitud y agonía de aquella ideología y sus dirigentes, que dan sus
últimas palpitaciones vitales. El sueño que perseguían hace años se había
esfumado entre el estruendo de la caída del Muro de Berlín y el abrazo ruso a
la economía de mercado. Ni el comunismo ni Cuba representaban ya ninguna
amenaza para el capitalismo que lidera el vecino del norte, enfrascado en otras
guerras y otros asuntos mucho más graves.
Y es que tampoco EE UU había podido doblegar a los obcecados
castristas por la fuerza, a pesar de todas las invasiones reales y virtuales
que durante décadas han venido practicando contra aquel enemigo isleño. Un
pulso realmente alarmante cuando alguno de los contendientes pensaba que podía
ganarlo. Pero ni Bahía de Cochinos y el desembarco fallido, ni la crisis de los
misiles que obligó a Kennedy a responder el zapatazo de Kruschev, sirvieron
para afrontar la revolución cubana, más allá de convertirla en un mito que
exageraba sus virtudes y ocultaba sus debilidades.
Once presidentes de EE UU después, se produce lo que parecía
lógico: dejar que se consuma entre estertores el régimen castristas y preparar
a los cubanos a una realidad que perciben desde los cuatro puntos cardinales
del Caribe y que se materializa en un mundo en el que los polos enfrentados no
son ya la democracia y el comunismo, sino Occidente contra el terrorismo
islámico. Había llegado el momento de pasar de la geoestrategia ideológica y
practicar la realpolitik que define el pragmatismo de los Estados Unidos, una
potencia capaz de mantener relaciones con China y Rusia, estandartes mundiales
de lo que fueron y en parte son una economía centralizada y regímenes autoritarios
que violan los derechos humanos, pero estoicamente obsesionada con ese
“socialismo” latino de Cuba, cuyo máximo error fue confiscar sin pago las
empresas norteamericanas en la isla, lo que supuso el embargo comercial durante
décadas. Ni Corea, ni Vietnam, ni Japón, ni Nicaragua ni ningún otro país
ideológicamente enfrentado a EE UU ha sufrido semejante castigo.
EE UU se presenta ahora ante los cubanos con la magnanimidad del poderoso e invita a una población empobrecida y reprimida a probar las mieles del consumo y la libertad, posibilitando negocios a empresas norteamericanas que se precipitarán a la conquista de un potencial mercado en el que está casi todo por hacer y a tan sólo unos centenares de kilómetros de distancia. Y dejará a los viejos líderes de la contumacia a seguir desempeñando el trasnochado papel de malecones contra el bienestar y la prosperidad, mientras el faro de Florida ilumina un futuro radiante que encandilará a los insulares. La suerte está echada: el final de
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