Cambiando el despacho por el rinconcito de algún salón de Palacio -algo más diáfano, moderno, pero con las insustituibles fotos familiares-, Felipe VI pronunció puntual y bien leído su primer discurso navideño a los españoles a través de las cámaras de televisión. Y resolvió la faena como cabía esperar: aburrido, con grandes deseos de todo tipo e insustancial para quien esperara más compromiso del primer servidor público frente a los problemas y las circunstancias que ahora preocupan a los ciudadanos en España.
Es verdad que abordó el problema de la corrupción cuando
dijo que había que cortarla de raíz y sin contemplaciones. Pero le faltó añadir
que, en un Estado de Derecho, nadie está por encima de la ley y, frente a ella,
todos los ciudadanos son iguales. Esa mínima referencia hubiera bastado para
mostrar nítidamente su posición respecto a los problemas de corrupción que
asolan incluso a su propia familia, en la persona de su hermana la infanta
Cristina.
También se refirió al paro como la primera prioridad a la
que deberían enfrentarse nuestros gobernantes, pero confió su resolución a una
economía que debía estar al servicio de las personas, cuando en este país la
deuda figura como un deber prioritario en la Constitución frente a
los derechos y servicios públicos reconocidos a los ciudadanos. Citó el Estado
de Bienestar como garantía de la atención a los más desfavorecidos y
vulnerables, cuando desde el Gobierno se reducen prestaciones, se limitan
derechos y se dejan sin partidas presupuestarias políticas tan necesarias como
las ayudas a la
Dependencia , entre otras. Mostrar confianza en lo que se está
desmontando y aniquilando para que el sector privado sea el que satisfaga las
necesidades de la población, no deja de ser un insulto a los vulnerables y a la
inteligencia de todos.
El grave problema territorial que plantea Cataluña, con su
ambición independentista, fue resuelto con apelaciones a los sentimientos y
emociones que, a juicio del rey, nos unen formando un tronco común. Reconoció
en la Constitución
de 1978 el instrumento más eficaz para aglutinar en la unidad del país las
distintas identidades y sensibilidades de los pueblos de España, donde nadie es
adversario de nadie. Requirió esfuerzo para reencontrar los afectos y reclamó
respeto a la Constitución ,
pero evitó pronunciarse sobre reformas de la Constitución , la
configuración territorial del Estado y la necesidad de arbitrar políticamente respuestas
a un enfrentamiento que vayan más allá de la mera exigencia de
responsabilidades penales a los dirigentes catalanes.
Adobó todo su discurso con alusiones a la solidez de nuestra
democracia, en la que hay que corregir fallos y acrecentar sus activos, con el
objetivo de recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Hizo
un llamamiento a la regeneración política y a preservar la unidad de España
desde la pluralidad, pero sin dedicar ni una palabra a las nuevas iniciativas
ciudadanas que responden a estos planteamientos, buscan superar los límites
actuales y desean airear la política del aire contaminado en que está inmersa.
En definitiva, el nuevo menaje del rey sonaba a viejo, a
repetido y anquilosado discurso de una institución y su representante, el rey,
que no se adecua a los tiempos que vivimos, no profundiza en sus problemas y no
conecta con las demandas y aspiraciones de la sociedad española del siglo
veintiuno. Tras tanta expectación, sólo hemos escuchado el primer mensaje
insustancial del rey Felipe VI.
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