miércoles, 24 de diciembre de 2014
Joe Cocker
Nos gustaba su voz aguardentosa, ronca de madrugadas
y humo y rota de rabia en canciones que nos hacían brincar como endemoniados o nos
incitaban a fundirnos en un cuerpo deseado, cual esclavos del amor o petimetres
en busca de una caricia o un roce. Así era el cantante Joe Cocker, un inglés
feo con el que nos identificábamos porque tenía un don, esa garganta prodigiosa
para cantar lo que aflora de dentro, como en el soul o el flamenco, un recurso
extraordinario que él supo utilizar desde que en los años sesenta se subió a un
escenario para demostrar su fuerza y su rabia, para desvelar su alma negra. Murió
el lunes pasado víctima de la edad, una enfermedad y los excesos juveniles,
cuando el resto del mundo se aprestaba a los fastos de navidad y ya pocos le echaban
de menos. Nos deja piezas memorables, interpretaciones intensas y llenas de
emoción con cada una de sus canciones. Porque Joe Cocker no cantaba, sino que
actuaba cada tema, agitaba y convulsionaba cabeza y manos para subrayar
palabras y estrofas de sus canciones. Y transmitía, con las letras y la
cinética de su cuerpo, el mensaje del pundonor con el que versionaba canciones
de otros, de Los Beatles o Leornard Cohen, o mostraba su portentosa capacidad
para el rock furioso y desgarrador. Me gustaba Joe Cocker y ya no puedo esperar
nada nuevo de él, sino recordar en el tocadiscos aquella voz negroide que salía
del cuerpo de un antiguo hippie pelirrojo, desgreñado y descuidado, de los
viejos tiempos de la contracultura, cuando los jóvenes queríamos comernos el
mundo y todas las revoluciones nos parecían posible. Descanse en paz.
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