Desde que el científico Charles Keeling hiciera las primeras mediciones del dióxido de carbono (CO2), en 1958, el mundo ha comenzado a preocuparse por los niveles de ese gas que provocan lo que se conoce como efecto invernadero: una “tapadera” de gases que hace aumentar la temperatura global de la atmósfera del planeta y, en consecuencia, un cambio climático que perjudica enormemente el actual equilibrio medioambiental. Se consideró, a partir de ese descubrimiento, estudiar la magnitud de tal cambio climático como una amenaza real para el planeta y buscar fórmulas para contrarrestarlo, celebrándose, en 1979, la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en Ginebra, que exhortaba a los Gobiernos a prever y evitar las posibles alteraciones del clima provocadas por el hombre. Como resultado de esta concienciación que, a instancias de
De ahí que el acuerdo de mínimos logrado in extremis en Lima, para reconducir la
situación y hallar mecanismos que permitan abordar un futuro post-Kioto,
muestre una tibia esperanza y visualice un entendimiento inédito entre los
países desarrollados -responsables del 80 % de las emisiones de estos gases “tapadera”-
y los países emergentes, que sufren los efectos del cambio climático y no
desean pagar las consecuencias de los excesos de aquellos ni lastrar su
desarrollo. Ya todos, desarrollados y emergentes, parecen convencidos de que
han de comprometerse, en la medida de sus capacidades y responsabilidades, a
combatir el cambio climático y reducir la emisión de gases de efecto
invernadero. Un entendimiento entre países ricos y pobres que incluye debatir
las ayudas (Fondo Verde) necesarias con las que financiar proyectos y actividades en los países
emergentes que promuevan la innovación, el desarrollo y la adopción de
tecnologías “amigables” al clima. Y ello, no por un prurito meramente
ecológico, sino también económico, ya que, según el Informe Stern, basta una
inversión del 1 % del PIB mundial para mitigar los efectos del cambio
climático, mientras que, de no hacer esa inversión, el mundo se expondría a una
recesión que podría alcanzar el 20 % del PIB global.
Una preocupación mundial que, afortunadamente, se alinea con
las advertencias de los científicos ante un cambio climático que determinará
las características y las condiciones del desarrollo del mundo en las próximas
décadas. Y aunque el expresidente español José Mª Aznar, en la presentación de
un libro editado por su fundación FAES, en 2008, calificara de “mito” el
calentamiento de la atmósfera y tachara de “ideología totalitaria” los
esfuerzos que, como estos de la
ONU y sus Cumbres del Clima, persiguen soluciones planetarias
al cambio climático, sus peligros constituyen una amenaza indiscutida desde que
se comprobó, en 1961, que la concentración de CO2 en la atmósfera estaba
aumentando.
Pocos son los que en la actualidad dudan, si no es por
ceguera ideológica, que la actividad industrial del hombre contribuye al
aumento acelerado de la concentración de gases con efecto invernadero que
modifica el clima, eleva el nivel del mar, aumenta la temperatura media de la
superficie terrestre y oceánica, acidifica el mar, derrite el hielo de los
polos, altera los patrones de precipitación y genera eventos meteorológicos
extremos, todo lo cual se manifiesta de manera global, aunque de forma
heterogénea, y a largo plazo nos enfrenta a un elevado nivel de incertidumbre y
peligros catastróficos, si no se adoptan medidas correctoras.
Por eso, estas cumbres de
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