Si encomendarse a la Virgen del Rocío fuera garantía de protección
divina y socorro celestial contra los males que nos afligen, como hizo la
ministra Fátima Báñez, imbuida en su papel de política creyente en los milagros,
la
subida del paro registrada tras el paréntesis estacional del verano
significaría que las potencias sobrenaturales que todo lo pueden y que nos
moldearon a su imagen y semejanza pasan olímpicamente de nosotros y de nuestros
problemas. O que los suplicantes de intervención divina no deben resultar
muy convincentes ni a los dioses todopoderosos ni a los empresarios igualmente
poderosos e intocables. Tanto es así que seguimos castigados por la condena del
desempleo y el escaso trabajo en precario, por los siglos de los siglos, así
sea hasta que ellos quieran.
En vista de tales resultados, ni
la Virgen ni la pía ministra
dan la cara y andan ambas desaparecidas por esos limbos intangibles donde no
alcanzan las plegarias o los quebrantos de los infelices mortales. Y es que las
deidades suelen ignorar los asuntos terrenales a causa de la intrascendencia de
nuestra condición de seres carnales, supersticiosos y volubles, proclives a
mostrar una sensibilidad capaz de construir catedrales o crear sinfonías de elevada
espiritualidad, como de cometer los crímenes más abyectos contra nosotros
mismos o las demás especies naturales. Tal parece que, desde la Gloria o el
Olimpo, los ruegos humanos por sus cuitas particulares se perciben como ruidos
que emiten los insectos en medio de la jungla: ininteligibles y caóticos,
carentes de significado y de cualquier respuesta, como no sea la de un pisotón. Claro que la
culpa de todo ello es de un demonio conocido como Zapatero, que motiva tanto la
traición de
la Virgen
como la incompetencia de la ministra y la de su protector, un tal Rajoy, el fantasma
del plasma. ¡Aviados estamos!
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