Que Felipe González, un “jarrón chino” sumamente delicado de la política española, en su dorada senectud, mantenga la firme convicción de que Jordi Pujol no ha cometido delito alguno, a pesar de su propia confesión, sino que presumiblemente esté encubriendo los problemas de sus hijos con la corrupción, es algo que hay que tomarlo como lo que es: el “chocheo” de alguien que ya confunde sus deseos con la realidad y termina expresando fantasías.
Choca tanta comprensión del expresidente socialista, aparte
de resultar impropia de una persona de su experiencia, por cuanto careció de
ella y se desprendió de su correligionario Alfonso Guerra, a la sazón
vicepresidente del Gobierno, cuando el hermano de éste, Juan Guerra, hacía en
las dependencias de la
Delegación del Gobierno en Sevilla, sin ser siquiera
funcionario, los mismos chanchullos de los que se acusa a los vástagos del honorable Pujol: tráfico de influencias,
prevaricación, etc., es decir, aprovecharse del cargo y el amparo del familiar
convertido en alta personalidad política.
No sólo dulcifica su memoria el inefable Felipe González al
tratar con magnanimidad al líder histórico catalán, sino que sus lagunas
mentales le hacen obviar que Jordi Pujol ya tuvo conflictos milagrosamente solventados
con la Justicia
cuando estaba al frente de Banca Catalana. Parece, por tanto, que llueve sobre
mojado con esas confesiones del expresidente de la Generalitat de
Cataluña en las que reconoce haber estado décadas evadiendo dinero a paraísos
fiscales. Eludía declarar sus ingresos en el país al que exigía que atendiera
las necesidades políticas y también económicas de su comunidad autónoma, con
reserva de privilegios presuntamente históricos que se negaban a otras.
Más que la bondad corporativa de Felipe con sus cuates de la
política, en un país que se asemeja a la cueva de Alí Babá en el uso y
dispendio de los caudales públicos, lo que abochorna al más humilde de los
contribuyentes españoles es esa vulnerabilidad con la que algunas élites pueden
hacer y deshacer a su antojo sin temer a la Justicia , sin reparar el daño, sin devolver ni un
céntimo y sin padecer ninguna consecuencia por sus actos, salvo los quebrantos
de verse rebajados en la consideración pública y ser por un tiempo foco de
atención de los medios y las tertulias.
Si colaboradores directos del propio Felipe González, en los
que depositaba su entera confianza para la delicada gestión de áreas sensibles
de su Gobierno, acabaron entre rejas por el mal uso y el abuso de las partidas
presupuestarias que debían administrar, alguna precaución debería guardar el emérito
líder socialista ante hechos tan sospechosos y complejos como los que afectan
al molt honorable Pujol en relación
con el enriquecimiento “irregular” de su entorno familiar. Ya se sabe que la
mano no se pone en el fuego ni por un pariente, menos aún por un camarada
político, aunque su labor al frente de cargos de gran responsabilidad haya sido
muy eficaz, aparentemente. Si no, que se lo digan a Manuel Cháves y José A.
Griñán, expresidentes de la
Junta de Andalucía, que ahora están en la diana de la jueza
Alaya y pendientes del Tribunal Supremo.
Llegada cierta edad, séase político o simple jubilado anodino, lo mejor es contar batallitas, pasear a los nietos y sorprenderse de los adelantos de los tiempos y las costumbres, sin entrometerse en líos de los demás ni valorar las consecuencias de hechos que se arrastran de antiguo, no vaya ser que la mala memoria nos meta en un jardín endiablado de difícil escapatoria o, lo que sería peor, nos tire de la lengua para destapar lo que se mantiene oculto y a buen recaudo entre los trapos sucios de casa. Y es que ya lo dice el refrán: en boca cerrada no entran moscas… ni salen pujoles
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