El Estado de las Autonomías español se configura como una
descentralización política que salvaguarda la unidad nacional, la integridad
territorial y la soberanía estatal, que
descansa en el conjunto del pueblo español. Tales premisas
constitucionales señalan los límites de autogobierno de las Comunidades
Autónomas, cualesquieran sean los rasgos identitarios que alberguen o deseen
privilegiar respecto a los del resto del país. Es decir, ni la Constitución Española
ni el Derecho Internacional avalan las aspiraciones independentistas de
Cataluña y el País Vasco, así lo expresen de manera pacífica, como las
manifestaciones de la Diada
catalanas, o violenta, como el terrorismo etarra vasco, afortunadamente en
vías de extinción. El respeto a la ley, imprescindible en democracia, exige el
cumplimiento de la voluntad expresada en las urnas, que legitima el
ordenamiento legal de España.
El supuesto "derecho a decidir" de una de las partes del Estado, que reclama
intransigentemente Cataluña, troceando la soberanía popular, no deja de
ser un sucedáneo de “la utilidad de lo inútil”, en expresión prestada del
manifiesto de Nuccio Ordine*. Los
convocantes de consultas condenadas a la inviabilidad no pueden ignorar, y de
hecho no lo hacen, los condicionamientos legales que les impiden llevar a
término sus iniciativas populistas, a menos que lo que persigan sean otras cosas.
Ni España ni Europa apoyan la desmembración de los Estados, salvo en los
supuestos contemplados por la
ONU.
Que se sepa. Cataluña no es Escocia ni Puerto Rico ni los
Balcanes, escenarios donde se ha ejercido el derecho a la autodeterminación en
todas sus variantes: el primero con una consulta puntual en la que ganó el “no”
por los pelos (55/45), el segundo con el mantenimiento de su “status quo” en
todas las elecciones periódicas, y el tercero sin consulta (Kosovo), a las
bravas, pero tras una guerra civil que separó lo que estuvo unido a la fuerza (la Yugoslavia de Tito).
Cataluña nunca ha sido una colonia, ni su población carece, en democracia, de
libertad para expresarse y conducirse con cotas de autogobierno e incluso de
financiación que muchos estados federales ambicionan. A pesar de todo, existe
un problema sentimental en la relación de Cataluña con España al que habría que
buscar respuesta, como ya apunté en otra ocasión. ¿La solución es el separatismo? Legalmente, no, aunque apelar a la legalidad no resuelve el problema.
Ni siquiera la certeza de que el supuesto “derecho a
decidir” saldría derrotado en una consulta, como en Escocia, podría permitir la posibilidad de convocar o celebrar dicho referéndum, ya que la utilidad del mismo
conduciría a una situación verdaderamente inútil: seguir cómo se está, ser
parte de la estructura territorial del Estado español, país integrante de la Unión Europea y miembro de una OTAN que tira bombas en Siria
e Irak contra el Estado Islámico y desea instalar un escudo antimisiles en su zona oriental. Demasiados
intereses en juego, más allá de la legalidad de facto.
Y si el resultado fuera el “si”, igualmente habría que volver a
la situación de salida para negociar con el Gobierno central fórmulas para el
reconocimiento de la voluntad de una parte tal vez mayoritaria (habría que
valorar los porcentajes de participación y abstención) del pueblo catalán y
adecuarla a la realidad política nacional; es decir, reconocer mayores cuotas
de autogobierno sin traspasar los límites establecidos en la Constitución , cuya
modificación exigiría el consenso de todos los partidos con representación
parlamentaria y una consulta, esta vez sí, a la soberanía popular, la que conforman todos los españoles.
Con estas premisas legales, la independencia de una autonomía, incluidas las
históricas, resulta imposible en España, cuestionada en Europa y asombrosa en el
mundo.
En tanto en cuanto la Paz
de Wesfalia siga determinando nuestra realidad, al permitirnos constituir
Estados de Derecho que gozan de estabilidad y reconocimiento internacional en igualdad de trato,
independientemente de su tamaño y poder, y bajo el principio de no injerencia en los
asuntos internos, hemos de resolver nuestros problemas con la madurez y
la prudencia que requiere ser parte de un tablero mundial de intereses
compartidos. Atomizar aún más ese tablero, en el que la globalización perjudica
al pez pequeño, no parece lo más aconsejable ni por seguridad, ni por economía,
ni por libertad.
Habrá, en cualquier caso, que buscar salidas-soluciones políticas a los
sentimientos nacionalistas de los catalanes, también al de otras autonomías
españolas, para satisfacer sus demandas identitarias, de autogobierno y
singularidad, sin violentar la democracia en nombre de la democracia ni
desobedecer la ley para cambiar las leyes. Hay fórmulas para ello, y variadas, que sólo requieren diálogo y voluntad de alcanzar acuerdos. Por ejemplo, una España federal, integrada por
una pluralidad de naciones reconocidas en la
Constitución , podría ser una respuesta a los ímpetus independentistas
que vieron en la consulta de Escocia una vía que, no sólo ha frustrado a los
nacionalistas escoceses, sino que también ha llevado el desaliento a los de
otras regiones, como Cataluña. Lo imprudente es recorrer caminos inviables por la Historia , el Derecho Internacional
y la Constitución. La
única utilidad de lo inútil es pedagógica: conocer lo que no se debe hacer. ¿Aprenderemos?
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* : La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ordine, Nuccio. Editorial Acantilado. Barcelona, 2013.
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* : La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ordine, Nuccio. Editorial Acantilado. Barcelona, 2013.
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