De todas las facetas pendientes por elaborar en el diseño de
esa Europa autosuficiente y plena, quizá la más llamativa sea la de su propia
defensa y seguridad. Lo creado hasta la fecha es un frankensteiniano ente capaz de comprar y vender, dotado de varias
bocas por las que expresa opiniones a veces contradictorias y sin musculatura
defensiva, pues se halla completamente indefenso ante cualquier agresión
externa, ya que cada parte conserva sus propias fuerzas nacionales para
defenderse por sí sola, a pesar de que existan mecanismos de mutua ayuda. Tal
carencia de auténticas defensas propias hace despertar las alarmas ante
peligros que aparecen en el horizonte territorial de la misma Europa, como esa
agresividad bélica desatada en su flanco oriental, donde se ha producido la
anexión rusa de Crimea y se vive la amenaza de invasión de Ucrania, un país
candidato a incorporarse a la
Unión , que mantiene litigios que entorpecen las ambiciones
imperialistas de Rusia.
Sin defensas propias, Europa confía su protección a la Alianza Atlántica
(OTAN), una asociación militar creada por los Estados Unidos, en la que
colaboran y participan los ejércitos de los países integrantes en la misma.
Dicha Alianza constituía el muro de contención frente a una presunta amenaza
comunista que, tras el Telón de Acero, pendía sobre los escombros de una Europa
devastada por la 2ª Guerra Mundial, en la que el frente ruso consiguió avanzar
hasta dividir Alemania y levantar un muro que separó y puso bajo su control la
zona oriental europea que había ayudado a liberar de la ocupación nazi. Durante
décadas, ese muro dividió al mundo en dos partes irreconciliables, defendidas
cada una de ellas por dos paraguas militares igual de temibles: la OTAN y el Pacto de Varsovia.
Tras la “guerra fría” y la posterior distensión, ambos
bloques militares parecieron no tener ninguna utilidad. El Pacto de Varsovia
desapareció y la OTAN
se dedicó a ampliar su cobertura a los frentes donde se libraban las nuevas
guerras, en Afganistán y en los países islamistas cuyo fundamentalismo les
lleva a declarar el exterminio de los “infieles” occidentales. Mientras tanto,
Europa engordaba su tamaño, ampliando el número de países miembros, abriendo
mercados y descansando en el amparo militar de la OTAN , hasta que saltan las
alarmas por el conflicto de Ucrania y la exhibición de fuerza de Rusia.
Dice Lluís Bassets que, el día que Europa tenga su fuerza de
intervención rápida, es probable que no surjan acciones violentas con la
desfachatez de las que estamos contemplando en la actualidad. Consciente de no
tener ninguna trinchera enfrente, esa carencia de defensas propias hace que
Putin se permita la “chulería” de decir que, si quisiera, le bastarían dos
semanas para llevar sus tanques a Kiev. Y es que la “agresividad bélica” de
Rusia, dando cobijo y suministros a los separatistas ucranianos, y los
chantajes y amenazas del fundamentalismo islámico, con la creación de un
Califato asesino a las puertas de Europa, hacen que la necesidad de una fuerza
defensiva propia cobre virtualidad en el proyecto de la Unión Europea. Ya no basta con
la ayuda de la OTAN ,
por muy útil y eficaz que haya sido hasta la fecha.
No hay que esperar a que un general norteamericano organice
la defensa de Europa y establezca la estrategia militar para enfrentar todos
los conflictos que amenacen el Continente. Sería deseable que, sin descartar el
apoyo y la contribución activa de la
OTAN , Europa dispusiera de su propia fuerza disuasoria con
capacidad para intervenir y sofocar aquellos peligros que se originan en su
territorio o en su área de influencia. Ello serviría para hacer pensar dos
veces a todo el que pretenda provocar un acto violento o alterar la legalidad
nacional e internacional que afecta a la Unión Europea en su conjunto,
como sería no respetar sus fronteras o atentar contra sus ciudadanos,
independientemente del país natal.
La existencia de unas defensas propias también contribuiría
a reforzar una identidad continental bastante “diluida” con los populismos
nacionales, a potenciar una jerarquía comunitaria para el Gobierno de la Unión y configurar una mayor
autonomía a la hora de adoptar decisiones, que no eximen del conocimiento y la
adhesión de los Estados miembros. Aparte del impulso industrial y económico, un
Ejército europeo, como fuerza propia de acción inmediata, permitiría demostrar
mayor convicción frente a terceros de la voluntad y capacidad de Europa para
consolidarse como un interlocutor poderoso y fiable a escala internacional.
Ello no sería óbice para que la OTAN siguiera desempeñando
esa labor de respaldo militar frente a las grandes potencias y frente a
amenazas de mayor calibre. Antes al contrario, la coexistencia de un Ejército
propio con el despliegue de unidades de la OTAN en el solar europeo potenciaría la capacidad
defensiva de Europa, ahora vulnerable y sin posibilidad de respuesta en casos
de secuestros, atentados terroristas, problemas fronterizos y acciones
preventivas. Es decir, está muy bien que la OTAN prepare una fuerza de acción rápida y
aumente su presencia en el Este de Europa, donde los peligros son evidentes,
pero mejor sería si Europa contase con sus propias bases estratégicamente
repartidas por todo el Continente, dispuestas a responder sin demora cualquier
provocación con tan sólo una llamada desde un único Cuartel General. Eso
supondría prever de defensas a un ente que está obligado a hacerse valer en
el concierto internacional donde aspira a ser considerado una potencia mundial,
no sólo económicamente, sino en todo. Sería aspirar a una Europa como potencia
mundial, en todos sus términos.
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