El sudor me resbala, metafórica y materialmente. Las gotas
de sudor, al mínimo esfuerzo de iniciar un paso, empiezan a brotar como excrecencias
líquidas en la frente y la nuca, mojando el cabello y goteando, gravedad abajo,
desde la punta de la nariz. También humedecen otras partes del cuerpo,
empapando la ropa que lo cubre sobre el pecho, la espalda y las axilas. Imposible
permanecer seco sin que ese rocío orgánico intente refrescar una piel que, a
pesar todo, acaba asfixiada por el calor. Manos y pañuelos sirven para retirar
esa sudoración excesiva que nubla la vista y desagrada al que la contempla, sin
que nada impida, cuando agobia la temperatura, su constante segregación. La
modernidad aborrece el sudor y evita su presencia con antitranspirantes y aparatos
de aire acondicionado, pero el organismo se venga en cuanto ponemos un pie en
la calle. Entonces el sudor comienza a resbalar en busca de una brisa que refresque
la fiebre que lo hace brotar por los poros de la piel. Es un mecanismo natural
de refrigeración mucho más llevadero que estar jadeando con la lengua fuera de
la boca, como los perros, que no sudan. Prefiero sudar, por eso el sudor me
resbala.
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