Atravezando este barrio enmascarado
alcanzamos una de las Puertas que daba acceso a los intramuros de la Sevilla barroca, cuando la
decadencia se abatía sobre ella haciéndole padecer toda clase de dificultades.
Es la zona de la Puerta
de la Carne
que, en el siglo XVII, a pesar de las epidemias de peste, la pobreza y la
mendicidad, constituía un espacio de gran actividad comercial en la época. La
del Barroco es la Sevilla
de la crisis económica, política y social, la del declinar de la estrella de
Sevilla, que la hundió en un periodo de declive sin paliativos, cuando hasta el
río, que había sido vía de prosperidades extinguidas, era ahora causa de
desgracias por sus inundaciones y por el retiro a Cádiz de un tráfico que
proporcionaba la riqueza de una próspera actividad comercial y mercantil con
las Américas.
Toda esa miseria, donde la muerte
resultaba tan próxima, estimuló una fuerte religiosidad en la población, de la
que se nutre el Barroco sevillano. Sevilla se transforma en una
ciudad-convento, cuyo peso religioso queda de relieve en la existencia de
decenas de monasterios, conventos, parroquias y hermandades de penitencia que
buscan la expiación de sus pecados.
La calle Mateos Gago, decimos, nos conduce también a la calle Rodrigo Caro, nombre del poeta,
escritor, abogado y sacerdote sevillano, autor de la famosa Canción a la ruinas de Itálica, obra que
le sirve para expresar sus reflexiones sobre el impacto que le produjeron los
restos arqueológicos de este enclave romano. Precisamente esa es una de las
características de los poetas del barroco: hacer uso de sus versos para exponer
reflexiones morales, su espanto ante la brevedad de la vida y la inestabilidad
de la fortuna, en un período en que la población vive cada vez peor y está sometida
a dificultades insoslayables.
Rodrigo
Caro forma parte del grupo de poetas barrocos, herederos de Fernando de
Herrera, al que pertenecen Juan de
Arguijo, músico y mecenas de
artistas, cuyo nombre poético fue Arcicio, con el que firmaba obras que se apartaban de lo gongorino para buscar
la erudición clásica y arqueológica, Francisco
Medrano, que perteneció a la orden de los jesuitas hasta que decidió
abandonarla para dedicarse a la poesía como principal actividad, y Francisco de Rioja, un poeta original
que construía sus poemas de manera cuidada y refinada, consiguiendo una
perfecta armonía entre la versificación y los temas que abordaba. Se le conoce
también como el poeta de las flores,
a las que dedicó innumerables silvas (métrica que se convierte en la forma
barroca por excelencia), pues consideraba a éstas como emblema de la fugacidad
de las cosas humanas, especialmente del amor, tan efímero.
Atravesando el laberinto de
callejuelas angostas y paredes encaladas de un blanco tan puro que destella
brillos azules, llegamos a la iglesia de Santa María la Blanca , que se levanta
sobre los escombros de la antigua sinagoga judía. La calle en que se ubica, del
mismo nombre, tiene su comienzo en aquella Puerta de la Carne bulliciosa de la Sevilla barroca, donde a
extramuros se levanta la actual sede de la Diputación provincial y
en cuyo solar se hallaba un viejo cementerio hebreo. Dice la leyenda que unos
mendigos, en 1580, encontraron allí sepulturas con esqueletos ataviados con
ricas vestiduras y que algunos cadáveres abrazaban libros, porque era costumbre
enterrar al autor con su obra.
¡Oh
Sevl
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Pero sin abandonar la calle de
Santa María la Blanca
podemos llegar a la primitiva casa de Miguel
de Mañara Vincentelo de Leca, situada en la colindante calle Levíes,
disoluto y después beato caballero que constituyó un ejemplo moral por su
dedicación hacia los necesitados, tanto para los sevillanos del XVII como para
los de hoy en día. Imbuido en la religiosidad de la época, Mañara será testigo
de la epidemia de peste que sesgará la vida de la mitad de la población de Sevilla,
en 1649. Ese ambiente de absoluta decadencia, junto a la muerte de su esposa,
hacen que este hijo de una familia acomodada se incline por la beneficencia y
se dedique a socorrer a quienes sufren calamidades, ingresando primero en la Hermandad de la Caridad , entre cuyas
funciones estaba la asistencia a enfermos abandonados y el enterramiento de
ajusticiados y ahogados, y fundando posteriormente un hospicio que se
convertiría en el Hospital de la
Caridad que todavía perdura como museo a orillas del Guadalquivir.
Es así como las calles nos
remiten a épocas y personajes que se vuelven inmortales porque forman parte de
la cultura que se disuelve en la eternidad para moldear la realidad y la
historia que se transmite a través de generaciones. Por eso es posible, sin
abandonar un mismo barrio, perseguir el espectro de poetas del barroco que dan
nombre a una topografía laberíntica y captar recuerdos de civilizaciones que no
guardan una relación temporal con ellos, pero sí espacial al compartir un mismo
hogar. Todo ello con la ingratitud de una memoria selectiva con que la ciudad
preserva a sus personajes preferidos, dejando a otros sumidos en el olvido,
entre los pliegos apolillados de las bibliotecas. Es el caso de Juan
de Salinas y Castro, que escribió poemas burlescos y letrillas en tono
hedonista, bastante alejados de la gravedad de su condición sacerdotal; y de Andrés Fernández de Andrada, sevillano
que murió en México en la más absoluta pobreza e ignorado por todos, pero al
que se le conoce básicamente por ser el autor de una obra que figura en todas
las antologías de poesía clásica: la Epístola moral a Fabio, cumbre de la epístola
horaciana en España.
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