Se aferra uno a lo que tiene, pero cada vez quedan menos
cosas a las que agarrarse. Poco a poco se van perdiendo los asideros que sujetan
nuestro ser y una extraña atmósfera de soledad va cubriéndote progresivamente. No es falta de
compañía, sino de aquellas referencias que formaban parte de tu identidad o
constituían el objeto de tus sentimientos. Sin lo que sirve de marco a tu
deambular ni los estímulos que despiertan los afectos, sólo queda el vacío que
contiene la nada, la desintegración en todo que es desaparecer. Así me siento
desde que hace un año perdí a mi hermana, la más cercana y la que nos unía a
todos con su afán de no dejar alejarnos definitivamente, por muy distanciados
que estuviéramos. No quiero visitar su tumba como hice con la de mi padre, prefiero
ignorar la tierra en la que nos desintegramos, que nos convierte en nada. Cada vez más sólo, quisiera
quedarme con el recuerdo de vida, con la imagen que guardo de ella en mi memoria. La echo de menos.
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