Y me la formulo porque por mucho que busque motivos para lo
que nos describen como un cataclismo, no hallo causas que lo justifiquen, no
encuentro catástrofes que impidan la obtención de las fuentes de energía que
nos abastecen, ni guerras entre nuestros clientes que limiten la actividad
comercial de las empresas nacionales, ni siquiera una baja productividad en la
mano de obra de nuestros productos. Sólo me hablan de problemas financieros
que, en principio, son ajenos al normal desenvolvimiento de nuestra economía y
negocios.
De un día para otro, la rueda del consumo dejó de girar por
la avaricia de unos pocos, no porque se dejara de consumir ni de fabricar
bienes de consumo. Y aprovechando la confusión, nos están intentado meter un
miedo tan irracional que renunciamos a derechos inalienables. Esta situación me
recuerda la que se le hace sentir a algunos enfermos.
Cuando soportamos graves circunstancias, nos aferramos a un
clavo ardiendo con tal de vislumbrar alguna posibilidad de superación. O, al
contrario, se tira la toalla al primer contratiempo a pesar de la panoplia de
alternativas existentes para combatir la eventualidad que nos aflige. Todo
depende de cómo nos describan el diagnóstico de lo que sucede y los
tratamientos disponibles. Incluso, en ciertas ocasiones, se aprovecha una
afección banal para dibujar un negro pronóstico si no se modifican hábitos
contrarios a la salud. De tanto afirmar que fumar mata, ya pocos abandonan el
tabaco por ello.
Algo así está sucediendo con la crisis económica, en la que
se detectan las mismas respuestas y parecidas amenazas. Se está imputando a
países enteros el problema generado por la avaricia de una minoría que opera
detrás de unos mercados financieros tan opacos como irresponsables. Y en vez de
ofrecer un diagnóstico claro y veraz, se está aprovechando un estornudo cíclico
del capitalismo para infundir miedo a la gente con tal de que acepte,
convencida por el pánico, la eliminación de derechos, la reducción del poder
adquisitivo y la entrega al sector privado de servicios otrora suministrados
desde ámbitos públicos, en virtud a políticas tributarias progresivas y
solidarias.
Las terapias contra la enfermedad desbordan la
sintomatología que se dice combatir, sin conseguir ninguna mejoría. A pesar de
ello, se administran recetas que
llevan implícitas profundas reformas estructurales con el objetivo de implantar
un determinado modelo económico y social, de carácter marcadamente neoliberal.
Así, sin importar la ideología, los Gobiernos sometidos a dichos tratamientos
han tenido que admitir esas exigencias, aunque ello fuera en contra su ideario
político o despertara el profundo rechazo de la opinión pública. Hay
intenciones políticas y consideraciones morales en las decisiones económicas
que persiguen un objetivo ideológico no confesado. Son esos mismos intereses
inconfesables los que ocultan que las medidas para afrontar la crisis
financiera actual no suponen necesariamente el desmantelamiento de los
servicios públicos que los acreedores reclaman, que las exigencias para
adelgazar el llamado Estado de Bienestar son algo añadido a los mecanismos
contables con los que se podría equilibrar las cuentas del Estado, sin
someterse a un mercado que ansía su plena desregulación y en el que impera el
lucro sobre el interés social o colectivo.
Al enfermo se le ha metido miedo y se le ha presentado un
negro pronóstico para que se avenga a
unas decisiones que se le imponen, para que opte a un determinado tratamiento.
Tanto si confía en salvarse como morirse, deberá pagar la factura, que es de lo
que se trata, independientemente de su enfermedad. Nadie le anima a la
resiliencia, a esa capacidad de aprovechar los momentos de dificultad para
fortalecerse y afrontar proactivamente la adversidad. Por eso me pregunto: ¿tal
mal estamos que no podemos salir de ésta?
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