La
exclusiva que detentan las autoridades de la Iglesia
católica a la hora de poblar el cielo de santos es una facultad que le
atribuyen sin discusión los que comulgan con tales prerrogativas religiosas.
Pueden, cuando lo estiman oportuno, conceder títulos de santidad a aquellos
miembros seleccionados de la parroquia en función de sus milagros, tanto si
cumplen los requisitos que estipulan sus reglamentos como si no, ya que
objetivar un milagro es algo tremendamente difícil. Tanto que es más fácil
nombrar santo a un papa de Roma por dirigir la
Iglesia que a Vicente Ferrer por socorrer de
la pobreza, mediante hospitales, escuelas y formación agrícola, a millones de
personas del Tercer Mundo. Uno sube a los altares y al otro lo expulsan de la
Compañía de Jesús por casarse con su
compañera durante décadas de cooperación en la
India. Y es que, en cuestiones divinas, no
hay forma humana de acomodarse a lo objetivo y racional. En última instancia,
todo se remite a obra del Espíritu Santo y la voluntad de Dios. ¡A ver quién es
el guapito que discute tales intervenciones sobrenaturales!
Por ello, líbreme Dios de cuestionar la canonización como
santos de dos papas de la
Iglesia católica, Juan XXIII y Juan Pablo
II, celebrada ayer en el Vaticano por el actual sumo pontífice Francisco,
acompañado por su antecesor aún vivo, el papa emérito Benedicto XVI, y con la
asistencia de hasta 150 cardenales y más de mil obispos, venidos a Roma desde
todo el orbe de la cristiandad. Una ceremonia seguida en directo por más de un
millón de peregrinos que confluyeron en Italia por tierra, mar y aire, y
retransmitida, en directo y diferido, a millones de espectadores de todo el
mundo a través de los medios de comunicación de masas. Lo dicho, todo un santo
espectáculo del que nada hay que objetar, salvo por un pequeño detalle.
Las
creencias religiosas pertenecen al ámbito privado de las personas, quienes a
título individual pueden abrazar el culto que deseen y participar en cuántos
ritos les parezcan convenientes y consecuentes con la fe que profesan. Están en
su derecho y nadie puede ni limitárselo ni impedírselo. Los medios de
comunicación pueden, asimismo, escoger aquellos hechos que consideran
relevantes como noticia de la agenda de actualidad y darles la difusión que
estimen acorde a su línea editorial y a las posibilidades de rentabilidad
comercial. Ya estamos acostumbrados que acapare mayor interés mediático un
asunto de cotilleo banal que un hallazgo científico, el fútbol que la cultura o
las opiniones de
Sin
embargo, lo realmente rechazable es que a un acto religioso acuda el Jefe de
Estado y todo un séquito de personalidades gubernamentales (ministros de
Justicia y Relaciones Exteriores, entre otros) en representación de un país que
constitucionalmente de declara aconfesional. Que vayan representantes de las
diócesis españolas y de la
Conferencia Episcopal ,
sufragados con aportaciones voluntarias de los fieles, sería lo esperado, pero
que asistan delegaciones oficiales, jefes de Gobiernos y Jefes de Estados o
soberanos de distintos países, es una interesada y maniquea sumisión del poder
civil al religioso, una renuncia a la separación de poderes que hace prevalecer
el civil en una democracia, por intereses ideológicos, políticos y económicos.
No se
puede consentir que, en nombre de un Estado aconfesional, los Reyes de España
se presten en una ceremonia de la confusión a mezclar su devoción personal como
católicos, si ese fuera su deseo, con la representación institucional de la
Jefatura del Estado en una ceremonia
religiosa, por muy multitudinaria que sea. Ni los funerales de Estado deben ser
oficiados por ningún rito religioso, ni los actos religiosos a los que acuda en
Rey deben estar refrendados con la condición que ostenta como máximo
representante de España y, por tanto, de todos los españoles, católicos o no.
Me
parece muy bien que la
Iglesia monte un santo espectáculo, pero que
nuestros representantes actúen de comparsas en nombre de la soberanía nacional
no es de recibo, ni por respeto a una religión ni, desde luego, por lealtad
constitucional a los ciudadanos.
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