Tras 33 años de desarrollo autonómico, pacífico y democrático, Cataluña pretende forzar en la actualidad la convocatoria de una consulta en su territorio para cuantificar el apoyo popular de los catalanes a la propuesta de convertirse en un Estado propio e, incluso, si ese sentimiento fuese mayoritario, a independizarse de España. Es lo que ellos denominan el “derecho a decidir”, por el que reclaman que el Gobierno de
Dice Félix Ovejero que “nación es un enigma y el
nacionalismo un enigma levantado sobre otro enigma”, para asegurar que, según numerosos
estudios, “el nacionalismo no es el resultado de una nación, sino que, al
revés, el nacionalismo se inventa la nación en nombre de la cual habla”. Algo semejante
es lo que sucede en el enfrentamiento político actual entre Cataluña y España,
en el que ambos nacionalismos apelan a la “nación” como imperativo categórico que
les impulsa a la actuación y adecuación de la realidad a los deseos de quienes
evocan tal concepto. Es decir, para los dirigentes catalanes es prioritario que
España reconozca que Cataluña es una realidad nacional y que, por ende, puede
aspirar a construir su propio estado y a enarbolar el derecho a la
independencia, a pesar de que la legalidad en la que se halla inserta no contemple
tales extremos.
Los antecedentes históricos en los que se funda esta
reivindicación son tan ambiguos como las diversas interpretaciones que dan
lugar. Claro que la historia es un proceso abierto que no se atiene a una
evolución lineal ni predeterminada, sino que es fruto de contingencias de cada momento
o período concreto. Así ha sido siempre la secuencia cronológica de hechos y
culturas que han dado forma a lo que conocemos como España, desde los primeros
grupos indoeuropeos, fenicios, griegos o tartésicos hasta las invasiones
árabes, romanas, visigodas o cristianas que, ya en la
Edad Media , sirvieron para constituir la España que ha llegado a
nuestros días, convertida en un estado
unificado bajo la monarquía de los Reyes Católicos, no sin tensiones entre las
partes que la constituyen.
Es en ese devenir histórico cuando surge Cataluña a partir
de los condados hispánicos del Imperio carolingio que se integran en el Reino
de Aragón, creado en 1137 por la unión dinástica de la hija del rey de Aragón y
el conde de Barcelona. En esa época España aun no existía, sino que estaba formada
por una pluralidad de reinos (Reino de León, Reino de Portugal, Reino de
Castilla, Reino de Navarra y Corona de Aragón) enfrentados entre sí y
defensivos contra los musulmanes de Al-Ándalus, a los que combatieron durante
ocho siglos sin ningún proyecto en común, sino respondiendo, como describe Juan
Pablo Fusi en su Historia mínima de
España, a “necesidades estratégicas, aspiraciones territoriales, razones de
seguridad y defensa, intereses dinásticos y proyectos estatales e
institucionales separados de los distintos reinos peninsulares”.
Esta es la realidad que nos conduce a un presente en el que
se reproducen las disputas territoriales y las reclamaciones identitarias que
debían haber quedado resueltas con la constitución del Estado de las
Autonomías. Después del largo período de la dictadura franquista, que pisoteó
derechos individuales y colectivos, había que superar el asfixiante centralismo
obligatorio que impuso con una democracia que calmara, en cualquier caso, las
tendencias segregacionistas. La
Constitución de 1978, en su Título VIII, desarrolla el actual
modelo autonómico que evita el federalismo. Y lo evita para no reconocer las
distintas naciones que pueden confluir en España. Una vez más, nación es la
“china” que nos molesta en el zapato estatal y nos impide andar cómodamente
juntos. Cataluña, como antes el País Vasco, y pendientes de ellas Canarias,
Galicia y el resto de Comunidades Autónomas, pretendía modificar la Constitución para que
recogiera su identidad nacional. Cataluña como “nación”, palabra tabú que fue
agriamente descartada por el Tribunal Constitucional, a instancias del Partido
Popular, por considerar que la única nación existente es España, la que
configura el conjunto del Estado. Lo demás son nacionalidades, que el
Constitucional no equipara a “nación”. Desde entonces, han ido tensándose las
relaciones entre aquella Comunidad y el Estado hasta desembocar en ese plebiscito
soberanista que están dispuestos convocar, con o sin autorización de las Cortes
españolas.
Si ese hecho se produce, significaría el agotamiento del
Estado de las Autonomías, un modelo poco definido en la propia Constitución y
que ha ido completándose a través de modificaciones estatutarias y
negociaciones periódicas para ampliar el número de competencias y capacidad de
financiación. Y quedarse sin modelo nos abocaría a optar por una de estas
dos alternativas: retornar al viejo Estado unitario centralista o convertirnos
en un Estado Federal sin ningún complejo. El primer modelo es Francia, y el
segundo Estados Unidos, por citar algunos ejemplos. Y la verdad es que para la
segunda opción nos resta muy poco, tan poco como modificar la Constitución y desarrollar
realmente el Senado como cámara de representación territorial o federal. Pero
lo más dificultoso de todo ello sería reconocer la existencia de “naciones”
iguales que se integran en un Estado federal, simétrico o asimétrico,
articulado en unidades territoriales que poseen una autonomía considerable.
Algo parecido a lo que ya tenemos.
Pero lo impide la Constitución , aunque ninguna constitución es
inmodificable ni intocable. De hecho, la C.E. sufrió modificaciones para introducir la
llamada “regla de oro” que ponía límites al déficit público. La propia
Constitución establece las normas, bastante rígidas, para ello. Se requiere
consenso y estar abiertos al diálogo franco y sincero, sin apriorismos ni
actitudes intransigentes. Es lo que reclaman a través de los medios de
comunicación Artur Mas y Mariano Rajoy, pero ninguno se sienta a dialogar con
el otro, resguardándose tras sus particulares parapetos maximalistas. Vivir
juntos es ceder en máximos para alcanzar puntos de encuentros que posibiliten
el desarrollo de cada cual. Un desarrollo que siempre será más fácil en
conjunto que por separado. A partir de esta premisa, no debería haber
obstáculos para conseguir un nuevo modelo de convivencia entre los pueblos y
naciones de España que nos siga ofreciendo paz, prosperidad y libertad a todos.
Lo de menos sería el nombre que le demos a esa utopía visionaria, sea Estado
Autonómico, Federal o Español.
No hay comentarios:
Publicar un comentario