Maldita por su apellido, pero estigmatizada por la ambición, Aguirre se comporta como el personaje de Werner Herzog y se extralimita cuando considera que algo impide que vaya en busca de su El Dorado. Temerosa de que una fotografía inmortalice su tropezón con la policía local, por una falta trivial –si realmente ese fuera el motivo-, reacciona poseída por la cólera y actúa con la soberbia de quien no soporta ningún obstáculo en su camino. Y en vez de aceptar una multa con esa sonrisa ingenua que le caracteriza, fruñe el ceño, ignora la autoridad y huye del lugar, arrollando un vehículo oficial, para refugiarse en su casa y dejar que sus guardaespaldas aporten la documentación pertinente. Le pierde su carácter, un carácter hábilmente maquillado por toneladas de gestos simpáticos, frases ocurrentes y modales hasta entonces suavizados. Hasta hoy, en que Esperanza Aguirre ha mostrado su verdadera faz.
Aparcar momentáneamente en lugar prohibido no es un delito
de lesa humanidad, sino una falta que a diario comete cualquiera que conduzca
un coche por nuestras ciudades atascadas de un tráfico intenso y sin apenas lugar
donde estacionar. Las dobles fila, la invasión de las aceras, saltarse los
semáforos en ámbar, circular por carriles restringidos, no respetar los límites
de velocidad, aparcar en zona azul sin ticket o excediendo el tiempo abonado, y
hasta hacer giros o maniobras prohibidas son, en puridad, actos rechazables y
castigados por la autoridad municipal, pero que contribuyen a agilizar la
circulación. Cierto caos posibilita un orden más eficaz.
Sin embargo, Esperanza Aguirre, cazada “in fraganti” por la
policía con su coche detenido en un carril bus para sacar dinero de un cajero
automático, no admite ser objeto de castigo por la falta cometida. Se considera
un personaje por encima de las normas que ella misma estaba obligada a respetar
y se deja llevar por la ira, la cólera de la condesa que teme la inmortalización
del suceso en una fotografía que perjudique su imagen pública. Acusa a los
policías de machistas, de urdidores de una trama contra ella y de abuso de
autoridad. Y emprende la huida, sin querer firmar la multa, arrasando con su
vehículo una motocicleta de los agentes. Provoca, con su reacción, un espectáculo
de mayor relieve mediático que el de la simple amonestación por una falta de
circulación.
Y deja entrever su verdadera personalidad: la de una persona
engreída, soberbia y violenta, rasgos muy alejados a los de su imagen pública,
tan cultivada y mimada por ella. Y es que el poderoso se cree su poder, confía
en su poder y exhibe en situaciones límite su poder. Piensa que todo le es posible
y todo le está permitido porque siempre ha actuado así, consiguiendo imponer su
voluntad en el ejercicio de sus diferentes cometidos en la política. Ha criticado
a propios y adversarios, ha amparado a delincuentes probados e imputados y se
ha enfrentado a quienes representaban un peligro a su autoridad y ambición.
En definitiva, se ha conducido como Lope de Aguirre en busca
de El Dorado, avasallando e ignorando los límites que a todos obligan: respetar
la ley. Se ha dejando llevar por la cólera de Dios por una simple multa. Su ira
le ha hecho caer la careta.
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