Puestos a hacer el último comentario del año, lo suyo sería realizar un breve balance de 2013, segundo año triunfal del Gobierno de Mariano Rajoy, en el que ha realizado tantas cosas no prometidas y ha olvidado las que prometía hacer. Aún así, todo lo que podía ir mal ha ido peor, salvo la prima de riesgo que, tras subir hasta porcentajes insoportables, ha bajado a los niveles en los que fluctuaba con el anterior Gobierno socialista. Todo un triunfo…de los mercados, esos que nos miden en función de nuestro sometimiento a sus dictados. Así nos va.
El paro, primer problema que preocupa y afecta a los
españoles, sigue desbocado, expulsando millones de trabajadores a las cunetas
del desempleo y la pobreza. Para atajar presuntamente esta sangría, el Gobierno
ha elaborado una Reforma Laboral que ha debilitado enormemente la fuerza del Trabajo
en beneficio de la del Capital, a la que ha dotado de un poder desorbitado para
contratar a su arbitrio y despedir casi gratis, sin que cauterice la herida del
desempleo. Se ha aminorado, eso sí, el ritmo de destrucción de empleo, pero sin
que se generen puestos de trabajo suficientes para absorber a todos los damnificados
sin salario y con prestaciones por desempleo igualmente reducidas en importe y duración.
Son millones de compatriotas extrabajadores que despiden el peor año de sus
vidas con tan nulas esperanzas de felicidad y prosperidad, como las que
manifiestan esos mensajes navideños tan abundantes como falsos.
También los estudiantes están pagando el pato de los ajustes
que el neoliberalismo aplica, no sólo en los costes de las matrículas y el
acceso a las becas, sino además en los programas curriculares. Toda la
enseñanza no universitaria ha sido modificada, gracias a la innombrable ley Wert, con la finalidad de
desprenderse de los no superdotados y dejar al resto al `pret a porter´ del mercado laboral, no de las preferencias de los
alumnos. La Universidad ,
los que lleguen a ella, será un horizonte que sólo los pudientes podrán soñar,
pues la educación no se considera una inversión en las generaciones futuras,
sino un gasto que los que gobiernan dicen que es insostenible.
Lo mismo sucede con la sanidad y otros servicios sociales
que proveía el Estado y que han sufrido graves recortes. Este año hemos visto
desaparecer las ayudas a la dependencia, la reducción de las pensiones, el
encarecimiento de las medicinas, el copago de determinadas prestaciones
sanitarias y una reducción salvaje del número de funcionarios que nos atendían
en hospitales, juzgados, cuarteles de policías, museos, escuelas, centros de la
mujer, residencias para discapacitados y ancianos, bomberos, diputaciones, ayuntamientos
y ministerios, todos los cuales quedan, además, soportando una disminución en
las nóminas de sus empleados del 35 por ciento y una ampliación de la jornada
laboral de dos horas y media adicionales a la semana. Si este panorama lo llega
adivinar este colectivo antes de las últimas elecciones, seguro que pensaba con
más detenimiento el sentido de su voto.
Pero este retroceso afecta a la sociedad en su conjunto,
pues las “reformas” que se han impelido están impregnadas de una indisimulada carga
ideológica, como esa modificación de la ley del aborto. Con ella se suprime el
derecho de la mujer a abortar y se autoriza sólo en supuestos muy restrictivos,
que conducen a la interesada a un peregrinaje por consultas de médicos que
deben certificar los casos de violación, malformaciones graves del feto y los
peligros para la salud de la madre en los que está contemplado. Es decir, del
derecho de la mujer se pasa a la tutela de los médicos. Una norma “moral” que se
impone a todos los que no comulgan con esa moralidad en los hábitos sociales y
que ha sorprendido a propios y extraños por lo que supone de regresión. Si las
mujeres afectadas hubieran imaginado el atraso que representaría para su
derecho a decidir la maternidad las últimas elecciones, seguro que también se
replantearían la necesidad de votar y el sentido de su voto.
Es esa imposición ideológica la que vuelve a introducir la
asignatura de religión en el expediente académico y elimina la de educación
para la ciudadanía. Y es que educar en valores constitucionales, en los que
impera el respeto a las libertades y a la diversidad en el seno de la sociedad,
no es del agrado de quienes prefieren catequizar a los alumnos desde la más
tierna infancia para adoctrinarlos en una determinada religión supuestamente
verdadera: la Católica.
Precisamente , la confesión con la que el Estado,
aparentemente aconfesional, mantiene un convenio que privilegia su financiación
a cargo de las arcas públicas, no por cuenta de sus feligreses. Una religión
que defiende sus creencias, no vía del convencimiento y la fe, sino por
imposición a través de privilegios en la enseñanza (clases de religión,
segregación sexual y colegios concertados), por imperativos sociales (contra
del aborto, matrimonios homosexuales, investigaciones genéticas y embriones,
divorcio, etc.) y dinero público (profesores de religión, subvenciones al
patrimonio religioso, exención de impuestos, etc.)
El gran avance de la pobreza durante 2013 en nuestro país,
cuya tasa ha pasado del 27,7 al 28,2 %, y la pareja privatización de los
servicios públicos, ha dado como resultado un estado de necesidad que es
socorrido por bancos de alimentos, plataformas antidesahucios y medidas de
algunos gobiernos autonómicos para que no corten la luz a los afectados por la
“pobreza energética”. Mientras tanto, los acaudalados se multiplican y la élite
social incrementa sus beneficios al sentirse protegidos hasta por el Ministerio
Fiscal, que se posiciona en contra de imputaciones a familiares del rey, la mujer del
presidente de la Comunidad
de Madrid y cuántos poderosos puedan verse implicados en algún proceso penal,
como Miguel Blesa, expresidente de un banco que ha costado al erario público
miles de millones de euros. Y que cuentan, si fuesen condenados, del indulto
correspondiente del Gobierno, tan comprensivo con ellos, y sólo con ellos.
Sin embargo, lo más grave no es esta calamitosa situación
que golpea exclusivamente a los más desfavorecidos y vulnerables, sino el tufo
de corrupción que expele la política, única herramienta existente para atajar
los males que nos afligen y emprender cualquier cambio en la sociedad. El caso Gürtel sigue cociéndose en los
juzgados y su rama Bárcenas amenaza al partido en el poder con la
sospecha bastante fundada de su financiación ilegal. Incluso ha motivado el
rastreo que la policía judicial ha efectuado en Génova 13, sede del Partido
Popular, en busca de una doble contabilidad que los populares niegan y los documentos del extesorero Bárcenas demuestran.
Un bochorno.
Un bochorno idéntico que el que brota al ver implicados a
sindicatos de trabajadores y de empresarios en investigaciones judiciales por
mal uso, abuso y dispendio de subvenciones públicas y ayudas estatales. O el caso de los ERE, en Andalucía, por el
que se concedieron ayudas a quien no las necesitaba, se enriquecieron despachos
e intermediarios y se malversó parte de un dinero disponible sin apenas control
y de forma totalmente indiscriminada. Hasta los equipos de fútbol españoles
están siendo expedientados por las autoridades europeas por recibir
subvenciones públicas encubiertas y manejo de dinero negro. Si a ello añadimos
el rosario de casos de corrupción en los que están implicados concejales municipales
condenados por múltiples delitos urbanísticos y contra la Hacienda pública, los
tejemanejes del yerno del rey, los juicios penales a expresidentes autonómicos,
como Camps o Matas, o de Diputaciones, como Fabra, más los turbios asuntos que
siempre perjudican a los ciudadanos, como el tarifazo eléctrico temporalmente encausado o las ingentes
inyecciones de dinero público a los bancos con problemas de liquidez por
avaricia especulativa y las amnistías fiscales a los evasores de capitales,
entonces podemos apreciar en su justa medida la gravedad del cáncer que carcome al
ejercicio de la política en España y que causa, como consecuencia indeseada, la
desafección de los ciudadanos y el descrédito en las instituciones y la propia
democracia.
Para colmo, podemos concluir con la profunda decepción que
provocó el tradicional mensaje del rey en Nochebuena. Mucho prometer regeneración
y transparencia y asumir exigencias de ejemplaridad, que podría empezar en su
propia Casa, para inmediatamente reafirmar su determinación en continuar el
desempeño de su mandato y las competencias que le atribuye el orden
constitucional. Vamos, que no piensa abdicar, arrastrando aun más hacia el
deterioro a la institución que representa, una monarquía que no fue elegida,
recordémoslo, expresamente por los españoles, sino “colada” en el paquete de la Constitución.
Por mucho que sermonee, actualizar los acuerdos de
convivencia no es una exigencia que deba exigírsele sólo a Artur Mas, sino
también al mismo rey y al resto de la clase política. Incluso debería
extenderse a la élite económica, financiera, religiosa, empresarial, sindical y
social. Deberíamos actualizar nuestro contrato de convivencia para introducir
exigencias de moralidad, honestidad y civismo, valores aplicables a las
personas, no a los colectivos. Ese sería mi deseo para el año venidero: que
entre todos conformemos una sociedad más justa y solidaria, basada en el
respeto, la tolerancia y la democracia que brinda un Estado social y de
derecho. No conformarnos con lo que tenemos, sino aspirar a mejorar material,
social e individualmente. O como dice José María Ridao en su libro Apología de Erasmo, no resistirse a
justificar lo intolerable, ya que la crisis que padecemos es más devastadora
porque, precisamente, “lo intolerable estaba siendo justificado”. Sólo nos resta no atragantarnos con las uvas.
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