En España creíamos vivir en el primer mundo, aunque estuviéramos a la cola –o casi- de los países desarrollados. Creíamos haber superado circunstancias más propias de países tercermundistas que de los más avanzados, como ser una dictadura o usar la cartilla del racionamiento. Con una idiosincracia particular que dejaba pasar las revoluciones que modernizaron a las naciones de nuestro entorno, nos apuntábamos tardíamente a su estela, asumiendo los cambios con tal empeño que parecíamos conversos del capitalismo cuando empezamos a manejar dinero, o de la libertad sexual cuando abrimos los ojos y las piernas para emanciparnos de una moral tradicional y estrecha.
El sol del progreso nos iluminaba y pudimos ofrecer más sombras que cualquier grey de pacotilla. Era cuando, con más o menos fortuna, todo el mundo podía cambiar de coche cada poco tiempo, daba igual si era para trabajar, estudiar o faldar frente a los amigos. Nunca hubo tantos BMW en manos de cualquier "pringao" sin apenas formación y con menos luces que las de creerse el rey del mambo. Nos dejamos contagiar de un materialismo que invadía de teles de plasma las colmenas humildes de la periferia y nos trasplantaba un teléfono móvil a la oreja, apéndice tan consustancial a cualquier españolito como aquella antigua boina que nos cubría la cabeza no hace tantos años. Nada importaba más que estar a la última. Y era porque en España teníamos aseguradas las necesidades básicas en cuanto a salud, educación y asistencia para el abuelo, entretenido con sus batallitas, con lo que podíamos ofuscarnos en coger los trenes que ya no queríamos perder y que relucían en todas las películas de esa cultura de masas que consumíamos sin hartazgo. España era más guay que "corrupción en Miami". Hasta los pobres los habíamos erradicado de nuestras vidas y sólo existían en la calle como decorado para el negocio del vago y la gitana. Pero resulta que no.
Resulta que las estamos pasando canijas. Que en esta tierra
maravillosa de la postmodernidad, con todos los estatutos de los trabajadores
quemados en la hoguera de la productividad y un estado del bienestar demolido a
golpes con la maza de la rentabilidad, en España regresamos a la miseria, al
miedo y el tentetieso. Andamos para atrás, como en una pesadilla que nos hace
saltar de la cama, sudorosos y desorientados, para sorprendernos de que no
estábamos soñando sino viendo la televisión o leyendo las noticias sobre lo que
sucede alrededor. Alrededor nuestro. De repente nos topamos con la realidad y
nos hacen desayunar una crisis que desmantela todo el tinglado. Y descubrimos
lo que nos pasa, a nosotros mismos, aquí y ahora.
Porque, aquí y ahora, se mueren personas por ingerir
alimentos caducados al no tener ni para comprar un litro de leche en
condiciones… de mercado. Se envenenan con el tóxico de la pobreza, sin tiempo
para que las urgencias sepan, puedan o quieran administrar algún antídoto. Ni
médico ni social. Mientras, tras la pared medianera desalojan a unos vecinos
que llevan años luchando por un salario, intentando mantener el tipo y
peleando contra un banco que puede más que ellos porque la ley y el Gobierno
están de su parte. Un Gobierno que recurre al Tribunal Constitucional, donde
controla a la mayoría de sus miembros, cuántas normas compasivas elaboren
algunas comunidades por evitar esos desahucios que dictan los desalmados, pues
considera que lesionan la libertad
mercantil de los bancos, amos absolutos de bienes y, por lo que se ve, de vidas.
Y es que, aquí y ahora, no en Singapur ni Malasia sino en
Madrid, encontramos naves donde exprimen en condiciones de semiesclavitud a
decenas de trabajadores, hacinados, sin derechos, recibiendo salarios de
humillación y soportando el cínico paternalismo de una empresaria que, encima,
afirma facilitarles alojamiento en las mismas instalaciones, como si les
hiciera un favor o les concediera el privilegiado de dormir en el tajo.
Justamente, el escenario al que aspiran todas las reformas laborales que
conducen a un modo de trabajar sin miramientos para el trabajador. Se dibuja,
así, nuestro horizonte más inmediato, sin necesidad de ir al tercer mundo a
contemplarlo. El que le gustaría al dueño de Mercadona o al presidente de la Patronal cada vez que
abren la boca para exigir flexibilidad: trabajar más y cobrar menos. Mágica
receta de un desarrollo que enriquece a los ricos y empobrece a los pobres. Ese
es el destino que aguarda a nuestros hijos, a quienes ya no sabemos qué
aconsejar para salir adelante: si doblegarse y apechugar con lo que les ofrezcan
o sumarse a los antisistemas, con los contrarios a un sistema que prioriza la
explotación y la indignidad porque considera que el hombre no es la medida de todas
las cosas, sino la economía, estúpido.
Estamos volviendo, aquí y ahora, a la ley de la selva, a la
jungla de los depredadores y los poderosos, el hábitat donde rige la fuerza y
no la razón, y en el que se asientan esas mafias que trafican con seres humanos
para prostituirlos en los polígonos que rodean nuestras ciudades o en esos
tugurios luminosos que brotan a pie de carretera. Carnazas para el placer
epidérmico que ninguna ley, ni de extranjería ni moral, devuelve a donde fueron
engañados y donde mantienen secuestrados a hijos y familiares hasta que satisfagan
una supuesta deuda por un trabajo que no era el prometido.
Resulta que no, que esto no era el paraíso hacia el que
huyen, abriéndose la piel con las cuchillas que, por su bien, instalamos
en las verjas de la frontera, o ahogándose en pateras por el Estrecho, los
miles de inmigrantes a quienes hemos retirado la cartilla sanitaria,
criminalizamos culpándolos de todos nuestros males y expulsamos, si no nos sale
muy caro, con aquel engreimiento: “Teníamos un problema y lo hemos resuelto, punto”.
Lo que teníamos asegurado lo estamos perdiendo a chorros. Ni la salud, ni la educación, ni la dependencia o la pensión del abuelito están garantizados. Vivíamos por encima de nuestras posibilidades y, de súbito, nos dicen que la fiesta se acabó, aunque nunca dejaras de pagar impuestos, ni jamás soñaras con tener una lancha como la del policía antivicio, glamuroso funcionario, de la serie ochentera.
Aquí, y ahora, hay miseria, hay hambre, hay explotación, hay
gente que muere por comer basura, millones de personas buscan trabajo y no lo
encuentran, pierden sus casas y sus ahorros sin que nadie lo remedie, se
eliminan ayudas, becas y servicios públicos, ya no hay funcionarios materializando
un derecho, sino temiendo ser amortizados o privatizados, y una ciudadanía
paralizada de miedo, noqueada por el espanto del retroceso a lo inimaginable, a
perder lo poco que queda, que es la esperanza de un mañana mejor que jamás
llega. Vivimos un tiempo suspendido en el vacío, sin agarraderas a ninguna
certeza porque todas se han volatizado. No sabemos a dónde vamos y, lo que es
peor, tampoco sabemos si alguien lo sabe, ni siquiera quienes nos dirigen hacia
el abismo.
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