Así nos quieren: empobrecidos y delatores. No se conforman con cargarnos el muerto de una crisis de la que no tenemos culpa, sino que pretenden que salgamos de ella con una mano delante y otra detrás y espiando lo que hace el infeliz del vecino para no sucumbir a la miseria a la que nos condenan los listos y desalmados de este mundo. Porque hay que ser muy cínico y carecer de alma para que, encima de rapiñar una riqueza inimaginable burlando al personal, unos especuladores y los gobiernos que los amparan culpen del estropicio al resto de los mortales, cuanto más ignorantes del “negocio” mejor, obligándolos a restituir con sus ahorros, sus trabajos y sus derechos todo el daño material y de “fiabilidad” cometido con tamaña estafa. Y se quedan tan panchos. Porque, para colmo, nos lo creemos y pensamos que, efectivamente, es lo mejor que podemos hacer.
Estos brujos del neoliberalismo son contumaces en su
avaricia de un mundo regido sólo por la lógica del capital. Siguen exigiendo el
empobrecimiento de los trabajadores como única alternativa para combatir,
presuntamente, el paro y la parálisis de la actividad económica en la que nos
ha sumido una crisis financiera provocada por los mismos pirómanos que ahora
nos aconsejan la forma de apagar el fuego. E insisten en “soluciones” basadas
en una austeridad suicida que provoca la depauperación de la población. Tras
años de “reformas” y “ajustes” que conducen a la población a una situación de
auténtica emergencia social, el FMI y Bruselas vuelven a pedir que los salarios
se reduzcan otro 10 por ciento para que las empresas, que ya cuentan con toda
clase de ventajas para maniobrar a su antojo, puedan crear empleo. En resumen,
nuevas promesas para endurecer el sacrificio de los damnificados por las dentelladas
del capitalismo más salvaje y desregulado.
No se sacian ni se detienen ante nada. Países enteros
atrapados por una deuda que esos desalmados provocan al encarecer las condiciones y los
intereses de los créditos soberanos; el retroceso de un sector público
vilipendiado y tachado de despilfarrador; una fuerza del trabajo desprotegida y
empujada prácticamente hacia la opresión y la semiesclavitud; prestaciones,
servicios sociales y derechos ciudadanos reducidos o negados y, como
consecuencia de todo ello, un declive del consumo y una atonía social que
instala el pesimismo, el miedo y la vulnerabilidad en la sociedad y ahoga
cualquier esperanza o ilusión de progreso en el futuro. Esta es la “cosecha”
neoliberal que estamos recogiendo. Y es intencionada. Vamos para atrás en una
evolución en sentido inverso al esperado y deseado, hasta convencernos de que nuestros hijos no podrán vivir
mejor que nosotros, sino que les aguarda una existencia menos estable y más
difícil. Nos secuestran el porvenir para que nos rindamos y aceptemos sus
propuestas empobrecedoras.
Todo lo que estamos padeciendo, desde la crisis hasta la derrumbe
del Estado de Bienestar, es consecuencia
de haber confiado ingenuamente, como si fuera una verdad revelada, en un
sistema dominado por la lógica del capital, en el que la rentabilidad es la
única medida. Hemos sustituido al hombre por el dinero y a la sociedad humana
por la del consumo, donde el mercado se convierte en suma autoridad y un valor indiscutido,
superior incluso a la política. En ese nuevo sistema, en esa nueva sociedad, lo
que dicte el mercado es palabra de dios, un dios que idolatramos porque
transforma en dinero cada transacción y dota de valor añadido cualquier
necesidad susceptible de ser rentable. Así, nos hemos entregado a regímenes de
libre mercado que establecen sus propias normas y dictan sus reglas,
independientemente de cualquier prioridad o necesidad humana. Lo importante era
el negocio, no el hombre, y lo asumimos ciegamente.
Por eso ahora pagamos las consecuencias. La sanidad, la
educación, las pensiones, las becas, las ayudas a la dependencia o a la
protección de la mujer maltratada, las inversiones en arte, ciencia o cultura,
el acceso a la justicia y cualquier servicio o prestación públicos han de ser,
sobre todo, “sostenibles”. No importa que se sufraguen gracias a los impuestos
que entre todos pagamos ni que el objetivo con el que se constituyeron fuera
erigir sociedades equitativas y justas, que combatan las desigualdades de los
ciudadanos y velen por brindar oportunidades a todos, independientemente de sus
condicionamientos de origen. Nada de ello importa, ahora lo prevalente es que
sean rentables, sean atractivos para la iniciativa privada. En definitiva, sean
susceptibles de negocio y capaces de rendir beneficios.
Pero no están satisfechos y quieren más. Tras el
empobrecimiento que nos han causado, tras la caquexia inducida al estado
provisor de servicios y prestaciones públicos, tras la derogación de derechos individuales
y sociales, tras arramplar con normas y garantías laborales que protegían a los
más débiles -los trabajadores- frente al poder del capital y de los
empresarios, y tras la destrucción de todas las redes que nos protegían de los
abusos de los poderosos, ahora vuelven a prescribir otra vuelta de tuerca para
ver si consiguen que nos parezcamos a esas masas pakistaníes o chinas que
trabajan sin convenios colectivos, por un sueldo de mierda y sin derechos ni
para ir al retrete, quedarse embarazadas o enfermar. Ese parece ser el modelo
de “competitividad” al que nos empujan, donde la carga de la fuerza del trabajo
sea tan escuálida que cualquier inversión sólo pueda generar astronómicos
beneficios de inmediato.
No tienen en cuenta que en España la masa salarial es de las
más bajas de Europa y que el salario medio ni siquiera llega a los mil euros.
Ya ni siquiera se aspira a ser “mileurista” en este país, sino que nos
conformamos con menos. A la bandada de buitres que “carroñean” al trabajador se
suma entusiasmada la
Confederación de Empresarios para, aprovechando el frenesí
predador, exigir poder cambiar los contratos de jornada completa a tiempo
parcial cuando así le convenga al empresario. También propugna que no haya
límite de edad para ofrecer contratos de formación y aprendizaje. Pretende
tener plantillas de “quita y pon” y gente de cincuenta años con contratos en
prácticas para abaratar hasta lo indecente el precio del trabajador. Ya estamos
tan atemorizados que nos no asustan estas afrentas ni la posibilidad de que se
lleven a afecto.
Pero lo más vergonzoso ha sido la última ocurrencia de la
ministra de Trabajo, Fátima Báñez, de crear un buzón en Internet donde
denunciar anónimamente a quienes fraudulentamente se buscan la vida. Al
parecer, ni toda la maraña de leyes y normas, ni el cuerpo de inspectores del
trabajo, ni la policía, ni los detectives de las compañías de seguros, ni
siquiera Hacienda y toda la maquinaria del Estado son suficientes para
controlar y vigilar al trabajador que completa un sueldo indigno e insuficiente.
Ella, que sabe que los desfalcos y la corrupción anidan en los humildes
trabajadores, está dispuesta a descubrirlos y castigarlos. Podía convocar a la Confederación de Patronos
para recomendarle que exija a sus asociados que estén al día en las cuotas a la Seguridad Social
de las empresas, que no encubran las horas extras y aumenten las plantillas, que
limiten las retribuciones de sus altos directivos y las indemnizaciones
blindadas cuando cesan en el puesto, que declaren con trasparencia sus
beneficios reales y no realicen “ingenierías financieras” para eludir al fisco,
que asuman la responsabilidad social de sus empresas y que se abstengan de
mantener una contabilidad B y de tener trabajadores sin contratos. Seguro que
la bolsa de fraude que encontrará en las empresas es comparativamente mayor que
la que pudiera existir con el trabajador. Y, eso, sin implicar a los sectores
financieros y políticos, donde podríamos recuperar recursos para obtener
superávits y reírnos de la crisis y de las agencias de calificación, incluso
para mandar a la prima de riesgo y a Bruselas allí dónde las quieran.
Lo triste es que, si después de todo el peso que está
soportando el trabajador para afrontar una crisis de la que no tiene
responsabilidad, con seis millones de ellos en paro y un empobrecimiento
generalizado de la población, a las lumbreras neoliberales sólo se les ocurre,
además de la pobreza, la delación, es que realmente estamos atravesando una
crisis descomunal: la de dirigentes dignos que no insulten la inteligencia de
los pobres, sí, pero no chivatos. ¡Qué vergüenza!
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