Para un agnóstico, como yo, la religión es como la petanca: querencias de la gente. Respeto por igual a unos y otros, tanto si les da por asistir a misas como a jugar con pelotas metálicas en el albero. Mientras se dediquen a lo suyo y me dejen dedicarme a lo mío, la convivencia entre creyentes, petanqueros y demás colectivos sociales está asegurada y será pacífica y tolerante. Lo malo es cuando algún grupo intenta que abraces sus preferencias, incluso mediante la connivencia de los poderes públicos. Entonces me soliviantan y de la indiferencia paso a la reacción defensiva, defensiva de mi libertad, con el rechazo y un activo enfrentamiento contra cualquier expresión de fanatismo, ya sea religioso, deportivo, cultural o social. No tolero a los dogmáticos que se creen en posesión de la verdad, menos aun si la consideran absoluta y, por tanto, excluyente. Es una actitud incómoda que te obliga a estar en permanente alerta pues abundan los fanáticos y su peligro de propender a ahormar la vida de los demás conforme sus particulares criterios, considerando al disiente como alguien sumido en un error del que hay que librar. Parecen mansos, pero son sumamente sectarios y despóticos: su visión del mundo es la única posible y legal. Restringen tu libertad.
Acostumbrados a hábitos, tradiciones y fidelidades
gregarias, el cuestionamiento de supuestas evidencias obliga a una constante
pedagogía. Así, debes comparar que pretender que todos los españoles han de
jugar a la petanca por imperativo histórico, por ejemplo, y que la población en
su conjunto, practique o no ese deporte, financie la organización que regula
dicho juego y al personal de su estructura, es tan peregrino e injusto como aceptar
que el Estado, incluso declarándose aconfesional, esté obligado a legislar usos
y costumbres de acuerdo a una determinada moral y deba asignar parte de su
Presupuesto a sufragar las necesidades de la confesión religiosa que lo exige.
Cuesta creerlo, pero es lo que sucede en España, donde un Estado
constitucionalmente aconfesional elabora leyes tuteladas por la Conferencia Episcopal
española, como la última reforma del aborto: un auténtico retroceso en el
reconocimiento del derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad, según
parámetros científicos, que son discutidos por sectores minoritarios
ultraconservadores, amparados y amplificados por la Iglesia católica.
Esta postura de absoluta intransigencia monolítica de la
jerarquía católica de España queda en entredicho con la actitud amable, serena,
sencilla y humilde del nuevo Pontífice de Roma, el jesuita Jorge Mario
Bergoglio. Y aunque no se desvía ni un milímetro de la doctrina y los dogmas de
la iglesia que representa, pone el acento en los graves problemas que preocupan
seriamente a las personas, sean feligreses o no, como esa “globalización de la
indiferencia” que orilla en la pobreza a la mayor parte de la población del
mundo para que la brecha con la minoría rica se ensanche. Aplicar el sentido
común y focalizar en los pobres la atención eclesial ha hecho enmudecer a los
primados de España, encabezados por monseñor Rouco Varela, arzobispo de Madrid
y presidente de la
Conferencia Episcopal. Y atrae la curiosidad de los que
observan estos comportamientos sin sentirse concernidos por ninguna disciplina ni
voto que le obligue a ello, sino para defender la libertad y la pluralidad de
la sociedad.
El papa Francisco, como ha elegido llamarse este arzobispo
de Buenos Aires al sentarse en la silla de San Pedro, sorprende al manifestar
su acuerdo con la “laicidad del Estado”, hecho que demonizan los prelados
españoles, quienes denuncian en cada pastoral el “pecado” del laicismo por el
que se despeña la sociedad, si la política en la que influye la curia no lo impide. Por eso,
aunque sólo un 20 % de la población comulgue con los preceptos de la Iglesia , el Estado
“aconfesional” español corre con los salarios de los sacerdotes y la jerarquía católica,
retribuye a los profesores de catolicismo (que no de religión) en la educación
pública obligatoria, reintroduce la asignatura de religión con valor académico y
mantiene un tropel de capellanes en cárceles, cuarteles, cementerios y demás
lugares públicos que, a pesar de lo que diga la Constitución ,
convierten a España en un Estado nacionalcatólico de recia raigambre, sin que
el Gobierno se digne a valorar la idoneidad y sostenibilidad de esta
servidumbre tan inconstitucional como privilegiada.
Y es que este papa, con ocasión de la Jornada Mundial de
la Juventud
en Río de Janeiro, declara, además, no ser nadie para juzgar a los homosexuales, no considerando que ello represente
ningún problema para acercarse a la iglesia, con lo que desacredita la obsesión
clerical española por los asuntos sexuales y esas desviaciones diabólicas que,
en opinión de los purpurados patrios, como el de Alcalá de Henares, sólo sirven
para corromper y prostituir almas que “piensan ya desde niños que tienen esa
atracción hacia las parejas del mismo sexo”.
Sólo por poner en aprietos a los inmovilistas de
La inquietud trascendental es consustancial de la esencia
humana e interroga a la parte inefable de la vida, al buscar sentido a una
existencia que está envuelta en silencio y vacío. No es fruto más que de la
inteligencia humana que elucubra sobre su lugar en el mundo y crea
cosmovisiones que se convierten en dogmas y se intentan imponer por los
administradores “profesionales” de la fe, sin respetar la discrepancia y el
disenso, como suele hacer la Conferencia Episcopal española.
Por ello este papa es tan atractivo, al menos de momento. Hace hincapié en otros asuntos menos conflictivos, pero más preocupantes, para la mayoría de los ciudadanos de cualquier querencia, como es la pobreza, la austeridad, la comprensión y la misericordia, en una economía globalizada que genera indiferencia, explotación y miseria, impropias de la dignidad humana. Son las maneras de este jesuita argentino, tan suaves como su acento, lo que llama la atención en los mensajes iniciales del nuevo primado de Roma y de sus iniciativas de no amparar a los pedófilos con sotana, señalar lo podrido en los escándalos sexuales del cardenal Ricca, empezar a limpiar la corrupción del banco vaticano y, sobre todo, de poner en aprietos a
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