La última quincena de julio ha sido vertiginosa. Y no me refiero a la velocidad con la que se diluyen las vacaciones, sino a la densidad mediática de tales días. Pocos períodos estivales han acaparado tanta expectación como los que estamos viviendo. Se presumía un verano “calentito”, pero ha entrado en franca ebullición.
Hoy, la olla en la que se cuecen los días de la canícula explotará
o aliviará presión en virtud de la comparecencia forzada –formalmente, a
petición propia tras la amenaza de una moción de censura- de Mariano Rajoy, presidente del Gobierno,
en el Congreso para que explique, si puede o quiere, su implicación en el caso Bárcenas, un asunto derivado del caso Gürtel, en el que el extesorero del
Partido Popular, ya en prisión, Luis Bárcenas, sintiéndose abandonado por los
suyos, “tira de la manta” y desvela la financiación irregular del partido y el
hábito de distribuir sobresueldos entre los máximos dirigentes del mismo, Rajoy
incluido. Estos asuntos dan a conocer a la opinión pública una trama de
corrupción y conductas inmorales que utilizan sobresueldos para “engrasar” a personajes
públicos, donaciones de poderosos, dinero público que manejan políticos a su
antojo, tráfico de influencias, intereses compartidos entre empresas privadas y
administraciones del Estado y, en definitiva, toda una red de confabulaciones
inconfensables que, al parecer, forma parte de la ciénaga en la que se
desenvuelve el ejercicio de la política en este país. Un asco. Pero no ha sido
único. Los tribunales provocan náuseas por diversos motivos.
Otro partido político es condenado por financiación ilegal y
nadie dimite, salvo el peón instrumental que se utilizó para derivar el flujo
del dinero: se trata del caso Palau de la Música , aquel en que la
sentencia resuelve que Convergència Democrática de Cataluña se había embolsado
5,1 millones de euros procedentes de las subvenciones concedidas a la
institución musical. Artur Mas,
presidente de la
Generalitat y líder de la formación nacionalista, actúa de
manera calcada a Rajoy: acusa y limita las responsabilidades en el extesorero
de CDC, Daniel Osácar, ya dimitido y condenado, y promete devolver el dinero. En
todos estos casos, quien debía controlar y estar al tanto del desempeño de las
personas designadas para dirigir la organización, suele expresar la misma
excusa: no sabía nada y lo sucedido es muestra de un abuso de confianza. Se
pide perdón y basta. Más asco.
Vomitiva es también la última sorpresa surgida con el
presidente del Tribunal Constitucional, Francisco
Pérez de los Cobos, de quien se demuestra que ocultó al Congreso su
condición de afiliado –no simpatizante, que ya se sabía por su ideología- del
Partido Popular, al día en sus cuotas y, por tanto, sometido a lo que mandan
los estatutos del mismo, que debe respetar y cumplir. Sin embargo, en un
comunicado indignante, el TC intenta justificar lo injustificable de esa
elección, despreciando la evidente incompatibilidad del candidato a concurrir
al cargo sin desprenderse, como se le exige a cualquier magistrado en activo,
de su militancia política. Por su parte, Rajoy el pitoniso, que ya no sabe por dónde le surgirá un nuevo problema,
defiende su nombramiento porque “se hizo
bien, en tiempo y forma”, aunque la renovación del Constitucional se
hiciera con tres años de retraso, saltándose la ética y la estética de la
neutralidad de un candidato sometido a la disciplina del PP. Claro que Rajoy
como adivino es nefasto: ya lo evidenció cuando vaticinó aquello de que “nadie podrá demostrar jamás que Bárcenas no
era inocente”. Y mira en lo que ha acabado: en verse obligado a explicar en
el Congresos sus turbias relaciones y sus reveladores mensajitos con el
delincuente, con toda la oposición exigiendo su dimisión a coro.
Provoca arcadas que una persona, capaz de ocultar su
vinculación con el partido que lo encumbra, no tenga reparos en optar a un
puesto desde el que debe interpretar las leyes que emanan del Poder
Legislativo, pudiendo enmendarlas para amoldarlas a la ideología e intereses
del partido al que guarda obediencia y fidelidad. Es una desfachatez que puede acarrear
graves consecuencias. Por lo pronto, cualquier sentencia de un juez que se
demuestre “contaminada” de parcialidad puede ser recurrida ante órganos
superiores. Y eso es, precisamente, lo que amenaza con hacer el exjuez Baltasar
Garzón con su anuncio de llevar ante el Tribunal de Derechos Humanos de
Estrasburgo la resolución que lo apartó de la judicatura y en la que intervino
el ínclito Pérez de los Cobos. También Andalucía y Cataluña, de momento, han
avisado de elevar los recursos que sean pertinentes de todas aquellas
resoluciones judiciales en las que este magistrado haya intervenido por si,
conocida su militancia activa, pudiera apelarse la falta de imparcialidad. Y
todo porque no desveló su señoría, como hubiera sido honesto, su condición de
afiliado del PP. Pero prefirió ser sectario.
La fiscalía, por su parte, arremete contra el juez que metió
en la cárcel al banquero que Esperanza Aguirre puso al frente de Caja Madrid,
el remilgado Miguel Blesa. El Consejo General del Poder Judicial suspende por
cuatro meses y siete días, más multa de 600 euros, al juez Elpidio José Silva por considerar que ha cometido faltas muy graves
durante la instrucción del sumario y la resolución que adoptó para dictar orden
de ingreso en la cárcel del banquero. Muchas vueltas está dando este caso para
acabar con otro magistrado amonestado por incordiar a los acaudalados. Sin
embargo, el banco surgido de la caja de ahorros para ganar “solvencia” y
“músculo” financiero, Bankia, sigue siendo la entidad que mayores recursos
públicos ha necesitado para “reflotarse”. Ya se sabe que más de 30.000 millones
de euros no se podrán recuperar, por eso se hacen “ajustes” y “reformas” en la
sanidad, la educación, la dependencia y las pensiones: hay que sacar dinero de
donde sea. Pero en vez de juzgar a los autores de la quiebra y las estafas bancarias,
Rodrigo Rato incluido, se arremete contra el iluso que pretendía juzgar a un
banquero. ¡Mundo al revés!
No obstante, a veces la justicia brilla como debiera. En
estos días también hemos visto cómo la expresidenta del Consell de Mallorca y
del Parlament balear, María Antonia
Munar, ingresaba en prisión por las dos condenas que pesan sobre ella y que
acumulan más de 11 años de cárcel por, ¡cómo no!, corrupción.
Malversación, fraude y otros delitos presentaban un horizonte muy negro para
una señora que tiene dinero oculto con el que podría emprender la huida. Y ante
la duda, las rejas. Como con Bárcenas y la fianza a su mujer. Con un poder
inmenso como bisagra para conformar mayorías de izquierdas o derechas, según el
mejor postor, en aquella Comunidad, esta política de la extinta Unión
Mallorquina ha comprobado que todo lo que parecía sólido –como advierte en su
ensayo Muñoz Molina- comienza a derretirse para mostrar su verdadera
consistencia: latrocinio, desvergüenza, chorizos que abusaban de la buena fe de
la gente para amasar fortunas, pelotazos inmobiliarios, mediocridad política,
esa moral “light” que todo lo impregnaba en los años dorados de esplendor para
prevaricadores y ladronzuelos. Todo empieza a derrumbarse, pero lo pagan siempre
los mismos -la gente llana y humilde a la que se desahucia de derechos y
servicios-, salvo contadas excepciones, como ésta de Munar.
Una justicia que también brilla al resarcir afrentas e infundios
que la política tiende a manejar como arma arrojadiza. Porque no todas las
imputaciones acaban confirmando los indicios de culpabilidad, sino la
absolución de los cargos. Es lo que en julio ha llevado la alegría, que no la
recuperación del suplicio padecido, al exministro José Blanco, que acaba de liberarse de la inquina de unas
acusaciones que ya se presentían exageradas, manipuladas e imaginarias en
promotores interesados en manchar la reputación del ministro socialista. Miguel
Roca, en La Vanguardia
(martes, 24/7/2013) señalaba que “la
justicia no existe hasta que ha pronunciado la última palabra”. Y esa, en
boca del Tribunal Supremo, es la que ha absuelto al político gallego.
En Andalucía, para no ser menos, las cosas no andan mejor.
En julio se procedió a hacer un “paripé” de elección democrática del candidato para
sustituir, ante su renuncia, a José
Griñán de la presidencia de la
Junta , y la “teledirigida” por el aparato del PSOE, Susana Díaz, ganó impúdicamente a la
hora de obtener los avales necesarios para unas primarias que se tornaron, así,
innecesarias. La designada-no-elegida se presta a coronarse como la primera
mujer que detenta el cargo de presidente -¿o presidenta?- del Gobierno andaluz.
En Septiembre deberá renovar el Consejo de Gobierno, formado en coalición con
Izquierda Unida, y configurar los Presupuestos de la Comunidad para 2014, en
complicada negociación con un Ministerio de Hacienda que establecerá el techo
de déficit permitido. Ardua tarea en la que deberá atender a sus socios de
gobierno, dispuestos a hacer prevalecer en las cuentas regionales los gastos
más significativos de una política de izquierdas que contraste con las iniciativas de austeridad de Madrid y Bruselas. Y sin la amenaza de los ERE, que mantenían al Ejecutivo andaluz pendiente de las resoluciones de la juez Mercedes Alaya y a Griñán negando toda
posibilidad de imputación por una trama de la que tuvo que tener conocimiento
durante su época de consejero de Economía y Hacienda de Andalucía. Ello quizá
explique estas prisas por la renovación.
Julio también ha hecho aflorar “brotes verdes”. El ministro
de Economía, Luis De Guindos,
anunciaba ufano que la recesión había tocado fondo y que el paro empezaba a
reducirse, pues se había creado empleo no estacional. Pues bien, tal euforia
duró lo que una gota de agua en el recalentado asfalto veraniego. A los pocos
días, el Gobierno reconocía que aquellas alzas en la contratación obedecían al
“efecto verano” y que, si se descontara –como se descontará en septiembre-
resultaría que en el segundo trimestre del año, según la encuesta del INE,
todavía se estaría destruyendo empleo, a pesar de las reformas y las rogativas
de la ministra del ramo, Fátima Báñez.
Y es que, como con la religión, la economía es cuestión de fe, esperanza y…, lo
que prometía Rajoy, confianza, porque para caridad no hay recursos: es un gasto
insostenible.
Y una catástrofe: 79 muertos en el mayor y más trágico
accidente producido en los ferrocarriles españoles, justo a las puertas de
Santiago de Compostela y en vísperas de la festividad del apóstol. Un exceso de
velocidad y unas negligencias compartidas entre el maquinista, el revisor y quienes
mantienen unas infraestructuras poco idóneas para la alta velocidad de los
trenes AVE que circularán por esas vías. Familias destrozadas por el dolor de
sus seres queridos fallecidos y morbo en las informaciones que cubrieron la
noticia durante demasiados días.
Encima, para colmo de estos días en ebullición, se nos muere
J.J. Cale, ese huraño y tímido
guitarrista, de voz susurrante y sonido diferente, compositor de canciones
memorables en versiones de otros artistas, como la famosa Cocaine que popularizó Eric Clapton. Así se ganaba la vida, gracias
a unos derechos de autor que le permitían vivir apartado de los escenarios y de
los exhibicionismos de la fama. Su muerte es la puntilla de unos días de
vértigo para quienes, alguna vez, fingiéndose melómanos, nos adormecíamos con
su música. Nos aguarda un mes de agosto y un inicio de curso infernales.
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