Retornamos con la sensación de no haber salido
siquiera. El tiempo se escurre como el agua entre los dedos, se diluye sin
posibilidad de detenerlo y su halo queda suspendido en el recuerdo de lo que se
volatizó como un suspiro. Las manecillas del reloj no se detienen por mucho que
uno se empecine en sujetar un tiempo inaprensible que nos atropella en su
marcha. Acabamos de llegar y parece que fueron un sueño los días disfrutados de
unas vacaciones, por espontáneas y agradables, inolvidables. Una voluntad común
materializó un deseo inconfesado que todos albergábamos, el de compartir
el ocio en familia sin más obligación que la que imponen los compromisos que nos
atan irremediablemente. Así transcurrieron quince días entre playas, bosques de
pinos y apetitos saciados de felicidad, belleza, tranquilidad, compañía y
afectos que hicieron que una quincena de julio se esfumara como por encanto. Lo
efímero de lo que se anhela es lo que nos impele, precisamente, a no claudicar
en su búsqueda año tras año. Estas fotografías atestiguan la existencia de ese paraíso, para no olvidarlo.
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