Pertenecía
a otra época, felizmente superada, a la que nadie querría retornar. En un
hospital con tantos centenares de trabajadores, engrosaba el reducto de las
personas arrolladas por la evolución que había modernizado al país, sobre todo
social y culturalmente. Y es que aquel
compañero, además de zángano, era misógino y egoísta, un estereotipo del más
rancio machismo encarado y maleducado. Todos rehuían formar pareja con él en el
trabajo, no sólo porque suponía asumir la mayor parte de la tarea, sino porque
no aguantaban sus opiniones y sus modales. Sobretodo, las compañeras. De
aspecto desaliñado, las humillaba innecesariamente al reducir a la mujer a un
papel completamente subordinado aún a la voluntad del hombre. Tal vez por albergar
ese pensamiento, nunca se le conoció pareja formal ni informal, manteniendo una
soltería recalcitrante durante toda la vida. Asiduo de bares y loterías, sus
aficiones consistían en recorrer los primeros y jugar a las segundas con enfermiza
intensidad. Las discusiones en que derivaban los diálogos con él eran frecuentes,
así como sus ausencias habituales del puesto de trabajo con la excusa de un
contumaz cigarrillo. No se le podían encargar asuntos de responsabilidad ni abrigaba
interés alguno por ganárselos. Simplemente, procuraba hacer lo mínimo para cobrar
un salario que, sin embargo, sería idéntico al que consigue cualquier empleado de
infinitamente mejor y mayor competencia profesional. Acabó jubilándose sin que
nadie lo echara de menos, aunque de vez en cuando sirviera de ejemplo de lo es
una conducta reprobable. Era un espécimen felizmente superado y olvidado.
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