He dejado pasar unos días para no sumarme al coro de comentarios que genera dicha efemérides y poder subrayar, ya sin la presión de la actualidad, lo que supuso aquella brevísima República en el combate que libran en España dos corrientes de pensamiento diametralmente opuestas: las reformistas y las conservadoras. Se trata de un enfrentamiento tan permanente que, aún hoy, continúa desarrollándose, hasta el punto de que cada una de ellas configura el sentido de las políticas que implementan los Gobiernos en todos los órdenes de la vida colectiva (social, cultural, moral, económico, político, etc.), en virtud de la corriente predominante en cada momento. De esta manera, resulta fácil observar que, a lo largo de los siglos, la confrontación de estas fuerzas ha significado que, ante cada paso propiciado por las ideas reformistas en pos del progreso y la modernidad de España, le sucedieran dos pasos hacia atrás de resistencia y “corrección” por aquellas fuerzas conservadoras no dispuestas a permitir ninguna evolución progresista. Así, por ejemplo, tras una II República que, con todos sus defectos, procuró la instauración de la libertad y el reconocimiento de derechos a los ciudadanos, devino una Guerra Civil que implantó una dictadura que negaría tanto la libertad como los derechos humanos básicos de cualquier sociedad contemporánea.
Es una pugna que viene sucediéndose, al menos, desde el
siglo XVIII, cuando la entronización de la dinastía de los Borbones, con Felipe
de Anjou y sobre todo con Carlos III, supuso el inicio de una serie de reformas
económicas, sociales y administrativas que perseguían la modernización del
país, pero sin alterar al carácter absolutista de la monarquía. Las ideas
ilustradas que trajo consigo el monarca francés fueron abrazadas por los que
depositaban la confianza en la razón y no en las tradiciones, dando lugar a lo
que se denominó el “despotismo ilustrado” (Todo para el pueblo pero sin el
pueblo), originando el recelo y la oposición de grupos o sectores que gozaban
de poder y privilegios que estaban siendo puestos en cuestión o perdían
influencia, como la nobleza y el clero. Gracias a ese impulso reformista, durante
aquel período se crearon las principales Academias para la difusión del
conocimiento (de la Lengua, la Medicina, Bellas Artes, etc.), se estableció el
Derecho de nueva planta y se aplicaron políticas que trataban de elevar el
nivel económico y cultural del país.
Aquella “apertura” ilustrada acabaría, no obstante,
inmediatamente abortada en cuanto, hacia finales de la centuria, una revolución
en el país vecino guillotinó la real cabeza de Luis XVI, lo que encendió las
alarmas en España, paralizó las reformas y acabó cerrando a cal y canto las
fronteras españolas, en un intento por evitar cualquier contagio
revolucionario.
Por avatares de la Historia , Francia vuelve a ser el espejo donde se
miren las fuerzas que ansían modernizar el país frente al oscurantismo y
absolutismo de los partidarios del Antiguo Régimen. Los “afrancesados”, en
tiempos de la Guerra
de la Independencia ,
intentaron servir de puente entre los liberales y los absolutistas, siendo
finalmente repudiados por unos y otros, acusados de “franceses” o de
“españoles”, según el bando. En cualquier caso, son herederos del espíritu de
una ilustración que también alumbró a los liberales y demás partidarios en
limitar los poderes de la monarquía y de confiar a la razón y en los ciudadanos
las decisiones que incumben a todos, dando lugar en las Cortes de Cádiz a la Constitución de 1812,
que establece que la soberanía la detenta la Nación , integrada por ciudadanos todos iguales en
derechos y sujetos a las mismas leyes, sin privilegios estamentales que
caracterizan al Antiguo Régimen. La Inquisición queda abolida, se suprimen los
diezmos y desaparecen los señoríos jurisdiccionales y mayorazgos. También
reconoce por primera vez la libertad de imprenta, anulando la censura previa
que ejercían el Gobierno y la
Iglesia sobre cualquier publicación.
Sólo dos años duró en vigor La Pepa
antes de que retornase al Poder el absolutismo de Fernando VII, restablecido en
el trono gracias precisamente a Napoleón, y volviese a imperar la sociedad estamental
y sus antiguos fueros. Pero la semilla
de los reformistas ilustrados quedaba sembrada en una tierra propicia a
cosechas de conservadurismo antes que a plantas de progreso y libertad. Todo el
XIX y XX fueron siglos de alternancias interesadas en formar gobiernos que se
adecuan a las circunstancias políticas. Monarquías que pactan ora con liberales
moderados, ora con militares y conservadores,
en función de la coyuntura. Se sucedieron constituciones y asonadas por
partidarios de una corriente u otra hasta que finalmente se proclama la II República , tan
dividida en su germen como lo estaba la sociedad de la que emergía. Su empeño
en orientar el rumbo histórico de España y de transformar el Estado en un
sentido moderno, laico y democrático, conforme a los viejos ideales ilustrados,
tropezó enseguida contra las fuerzas y los problemas seculares que la hicieron
caer. “Rectificar lo tradicional por lo racional” sería el compendio del
programa reformista que quiso impulsar Manuel Azaña y que caracterizó a la República. Incapaz
de conseguirlo, el levantamiento militar del general Francisco Franco le asestaría
el golpe mortal, tras una Guerra Civil de tres años de duración y una represión
tan cruenta que, hasta 1948, no sería suprimido el estado de guerra y los
tribunales militares tardarían aún más de 40 años en dejar de funcionar.
Hoy continúa el enfrentamiento entre esas dos corrientes de
pensamiento, con igual saña y semejante virulencia, que impulsan ideas
progresistas y conservadoras. Son dos visiones del mundo y de la vida en común
que se debaten por imponerse esquivando, en algunas ocasiones, los
procedimientos democráticos. El matrimonio homosexual, el aborto como derecho,
la aconfesionalidad del Estado, la enseñanza laica y pública, la estricta
separación de poderes, los derechos sociales, etc., son ejemplos que expresan
los avances y retrocesos de estas ideas, y que se materializan en virtud de la
ideología dominante. Se avanza o
retrocede de acuerdo con la opción imperante. Y aunque los absolutismos ya han
sido definitivamente erradicados como forma de Gobierno, el conservadurismo y
el reformismo siguen tratando de modificar la realidad de la sociedad actual e
imponer sus respectivos valores fundacionales. Queda la monarquía como resto de
un pasado ampliamente superado por la razón y un poder eclesiástico que
continúa exigiendo el tutelaje moral de los ciudadanos, más allá de sus creencias
privadas, para disponer de los privilegios y prebendas que ello acarrea
(enseñanza religiosa, financiación pública del clero, etc.)
Conmemorar la
República , por tanto, no es sólo una cuestión nostálgica,
sino una decisión crítica por la democracia como forma de elección de la Jefatura del Estado, y
una apuesta por razón y la libertad, en vez de por la tradición. Es un recuerdo democrático.
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