Los mismos que se desgañitan avisando de que la sanidad pública (o la educación, las pensiones, la dependencia y los bomberos…) es insostenible para las arcas del Estado son los primeros en ser premiados con un empleo por el adjudicatario que asume la gestión privada de la concesión. Entonces deja de ser insostenible para convertirse en rentable, y, de paso, ser muy lucrativa para el vocero que propició el cambio de titularidad del servicio o prestación públicos. Sucede siempre igual, no hay más que rastrear las hemerotecas. Si ayer fue Manuel Lamela, exconsejero de Sanidad de Madrid, a quien se descubre que forma parte de la empresa a la que adjudicó servicios privatizados del Hospital del Tajo en Aranjuez, anteriormente había sido su compañero “político” y antecesor en el cargo, Juan José Güemes (que tuvo la decencia de dimitir en cuanto se aireó el asunto), y mañana será, con mucha probabilidad, Javier Fernández-Lasquetty, actual consejero del ramo. Todos ellos brindan el rostro de lo que funciona como “puertas giratorias” que comunican la política con el mundo de los negocios y los intereses particulares. Pero, más allá de las personas y su deshonesta avaricia, está el modelo económico que se intenta implantar, con la excusa de la presunta ruina que amenaza a cualquier prestación pública y aprovechando que la crisis pasa por donde ellos quieran, como el Pisuerga.
No son los únicos ni los primeros, pero tampoco los últimos.
Hay un denodado esfuerzo político por cambiar el modelo social y económico que,
hasta hoy, había conformado lo que se denomina Estado de Bienestar, basado en
la provisión de determinados servicios públicos, considerados necesarios para
la vida de la mayoría de la población y, por tanto, de interés común, cuya
financiación se consigue gracias a una tributación progresiva, en la que cada
cual contribuye con sus impuestos de acuerdo a su capacidad de renta. Y esto es
lo que se quiere cambiar. Lo que pertenecía a la mayoría se desea privatizar
para que pertenezca a un promotor mercantil que sólo busca el beneficio,
gracias a la ayuda que le presta esa política que actúa de portavoz para convencer
a la ciudadanía de las supuestas bondades de una sociedad regida por el
neoliberalismo económico.
Así, se procura desmantelar lo público para entregarlo en
pedazos al sector privado, ávido de ocupar lo que considera nichos de negocio.
Lamela, por ejemplo, traspasó en 2005
a una empresa privada la gestión de diversos servicios
del hospital de Aranjuez (entre ellos, la limpieza, el mantenimiento, la
seguridad, el transporte interno, la restauración, los aparcamientos, las
cafeterías, etc.) durante un período de 30 años a cambio de un canon anual de
nueve millones de euros. Curiosamente, se trata de uno de los hospitales que
ahora la Comunidad
de Madrid desea privatizar completamente en los próximos meses. Y la empresa
adjudicataria -entonces un consorcio de constructoras que luego vendería la
concesión al grupo Essentium, llamado
ahora Assignia Infraestructuras-
incorpora al exconsejero como miembro del Consejo de Administración,
seguramente por sus dotes de gestor. Aunque el tufo de la podredumbre ética y
moral es insoportable, nadie en la política que promueve este cambio de modelo social
defiende a los 80.000 madrileños que deberían ser atendidos por ese hospital, y
que son tratados como simples “recursos” susceptibles de generar enormes
beneficios., sino el supuesto “ahorro” que ello procuraría a la hacienda
pública.
¿Cómo es posible que un bien común, como es la sanidad, sea
ruinoso en manos públicas y resulte rentable en poder privado? Lamela, Güemes y
tantos otros “listillos” lo saben, pero lo callan, propalando en cambio la
presunta insostenibilidad de tales servicios a las arcas públicas. No hay nada
novedoso en su intención ni en la forma de llevarla a cabo. Siguen un modelo ya
establecido, no sólo en otras Comunidades españolas (Valencia, Castilla-La
Mancha, Murcia, Galicia, etc.), sino también en otros países y otras épocas,
consistente siempre en desguazar lo público para entregarlo a la iniciativa
privada. Y parten de la convicción de una pretendida eficacia de la gestión
privada sobre la pública, ocultando los intereses particulares e ideológicos
que les mueven.
En primer lugar, al objeto de hacer rentable la inversión
necesaria para ganar la adjudicación de un hospital (el canon), se precisa
negociar simultáneamente la contraprestación (el alquiler) a la que deberá
comprometerse el adjudicatario (Administración pública) para concertar el uso
del hospital en función de la población que atienda. Casi lo comido por lo
servido le sale al sector público la privatización de una prestación, en este
sentido.
Pero es que, además, el gestor privado, para lograr
incrementar los beneficios, busca disminuir los gastos mediante reducciones de
plantilla y rebajas salariales. Los “derechos adquiridos” de los trabajadores
antes públicos quedan anulados o reducidos a la mínima expresión. De ahí que
haya que hacer campaña sobre la falsa vagancia de los funcionarios y la falacia
de su excesivo volumen para que su empobrecimiento e inmediato despido no
despierten la simpatía del resto de los trabajadores.
Al mismo tiempo, se implantan y aumentan determinadas
tarifas y se cobran atenciones y “comodidades” que anteriormente estaban incluidas en la
oferta pública. Desde el utillaje de aseo hasta algunas pruebas complementarias
pasan a formar parte de las nuevas fuentes de ingresos para la empresa. Sin
embargo, no se exonera al usuario de seguir pagando unos impuestos que
cofinancian el lucro privado; antes al contrario, se le exigen copagos farmacéuticos y repagos sanitarios.
Y si, a pesar de todo lo anterior, los resultados no cuadran
y el negocio resulta ruinoso, las pérdidas se “nacionalizan”, exigiendo la
correspondiente compensación al poder público o devolviendo la concesión a la Administración ,
como pasó en Inglaterra en los años 90 con los ferrocarriles o recientemente
con los bancos en España. Ahí reside el “truco” de la eficacia de lo privado:
sus pérdidas corren a cuenta del dinero público. Incluidas las altas
remuneraciones que pagan a sus voceros. ¿Encuentran ustedes las bondades de este
sistema para el simple ciudadano que no especula ni con su voto? Pues yo
tampoco.
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