Arde la Amazonia. En lo que llevamos de año, ha habido cerca
de un 90 por ciento más de incendios que el año pasado, según datos del
Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE), organismo que, desde
2013, vigila desde satélites la deforestación a la que está sometida la mayor
selva tropical del mundo, el “pulmón del planeta” que proporciona el 20 por
ciento del oxígeno del aire y, al mismo tiempo, la que más dióxido de carbono
(CO2) absorbe, mitigando el efecto invernadero que provoca este gas en la
atmósfera, causante del calentamiento global. Pero, aunque sea normal que en
los meses secos (de julio a octubre) se produzcan incendios por causas
naturales (rayos, por ejemplo), no lo es tanto que el número de ellos y su
intensidad sean este año desproporcionados, hasta el punto de que se hayan registrados
ya más de 75.000 incendios. Una cifra, a todas luces, preocupante y sintomática
de que “algo” huele a quemado en la Amazonia. Y no es una licencia literaria
porque, por culpa del fuego, desde 2000 a 2017, se ha perdido en Brasil, según
Greenpeace, una extensión de selva del tamaño de Alemania, es decir, unos
400.000 kilómetros cuadrados. Se trata de un auténtico crimen medioambiental del
que el diario The Economist señala posibles responsables, entre
culpables directos y los que consienten la catástrofe sin hacer nada, al advertir
que, desde que Jais Bolsonaro llegó al poder, los árboles desaparecen en Brasil
a razón de dos Manhattans por semana. Es evidente que el presidente Bolsonaro
no prende los fuegos, pero los facilita y los deja arder sin hacer apenas nada.
Y es que bajo su administración, formada por
ultraconservadores y militares, se han tomado iniciativas tendentes a recortar la
financiación de la preservación de la naturaleza y la protección del hábitat de
las tribus de indígenas que habitan la selva. Reducir tales recursos y desmantelar
organismos encargados de la protección medioambiental, como el Instituto
Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables, han tenido como
consecuencia una descontrolada y exacerbada deforestación de amplias zonas de la
Amazonia y el incremento desmesurado de los incendios, la mayoría de ellos
provocados. Tan masiva es la agresión que, en los últimos 40 años, la Amazonia
brasileña ha perdido un 20 por ciento de su masa selvática. Un ritmo de
destrucción que Bolsonaro ha acelerado y que, de mantenerse, podría llevar a la
desaparición de la selva amazónica en cuestión de pocas décadas.
La nefasta política medioambiental del dirigente
ultraconservador brasileño es reflejo de su ideología neoliberal, la cual dogmatiza
que los recursos y bienes de un país -y, por ende, del mundo- han de estar supeditados
a la actividad mercantil, sin más regulación que la de la oferta y la demanda. Es
la mentalidad actualmente imperante en el planeta y la que hace resurgir los
populismos ultranacionalistas de derechas, de los que Bolsonaro es sólo un
ejemplo, y no precisamente el más destacado. Dicha mentalidad -lo primero es el
negocio- es la que impulsa a algunos agricultores y ganaderos a perforar
cientos de pozos ilegales en el entorno de Doñana, espacio natural protegido de
España, para beneficio de sus explotaciones agrícolas o ganaderas, pero que
ponen en serio peligro las reservas acuíferas y la viabilidad de un parque con
humedales de excepcional riqueza y biodiversidad. O la que mueve a Trump a revocar
las regulaciones de la era de Obama, en su lucha contra el cambio climático,
sobre los escapes de Metano de las instalaciones petrolíferas y gasísticas, y a
revertir las restricciones a la explotación forestal, minera y energética del
Bosque Nacional Tongass (Alaska), uno de los más importantes del mundo, permitiendo
la construcción de carreteras y oleoductos.
La Amazonia brasileña arde, pues, por un afán desmesurado de
explotar sus vastos recursos naturales y ampliar las posibilidades de un
negocio que proporciona pingues beneficios a la élite económica y política del país.
Así, se talan árboles -o se queman- para ampliar los espacios agrícolas y
aumentar las áreas de pastos para el mayor rebaño comercial del mundo (más de
200 millones de bovinos), y potenciar un sector agroindustrial que mueve más de
100.000 millones de dólares en soja, carne y productos agropecuarios, como explica
el periodista Heriberto Araújo en un artículo reciente. Un negocio al que acompañan,
como las rémoras a los grandes peces, la especulación lucrativa de la tierra, arrebatándosela
a indígenas que apenas tienen contacto con la “civilización” y a humildes
campesinos, para hacerse con el control y la propiedad de enormes extensiones
de terreno, tan grandes como provincias o comunidades autónomas de España; los
madereros clandestinos, los buscadores de oro ilegales y hasta las empresas de
obras públicas y privadas que priorizan su cuenta de resultados a la protección
del Medio Ambiente. Para todos ellos, Bolsonaro es el instrumento que, aupado
al poder, tolera desde el Gobierno esa catástrofe ambiental para favorecer los
intereses mercantiles y económicos de la oligarquía del país. Y sólo ante las presiones
de la comunidad internacional y las amenazas de los países que aportan
donaciones millonarias, como Alemania y Noruega, para reducir la deforestación de
la selva amazónica, es cuando el presidente de Brasil ha decidido enviar al
Ejército para apagar los fuegos y ha aceptado, tras rechazarla inicialmente, la
ayuda económica que la Unión Europea le ha ofrecido al respecto.
La ecología y el cambio climático son, para estas
mentalidades neoliberales, simples argucias de sospechosos izquierdistas que
pretenden boicotear la libertad de mercado y el sacrosanto derecho a la
iniciativa y propiedad privadas, como si de mandamientos divinos se trataran.
Las advertencias de la ciencia sobre la necesidad de mantener el equilibrio de
la biodiversidad y de evitar las emisiones contaminantes que la actividad
humana provoca y que contribuyen, como factor determinante, al calentamiento de
la atmósfera y el cambio climático, son recibidas por estos detractores de la
sostenibilidad como si fueran auténticas “fake news”, mera y falsa propaganda
proteccionista que obstaculiza el crecimiento económico y la creación de
riqueza (riqueza para algunos, no todos, naturalmente).
Mientras tanto, la selva se destruye como nunca antes
en la historia y el bosque amazónico que paliaba, absorbiendo CO2, nuestras
emisiones de gases de efecto invernadero, apenas cumple con tal función que
beneficia globalmente a la atmósfera del planeta. Los incendios que arrasan la
masa forestal se transforman en una fuente de emisión de CO2. Según un estudio
de la Universidad de Lancaster, supusieron en 2014 el 6 por ciento de las
emisiones anuales de todo Brasil. Aún no se sabe lo que supondrán este año,
cuando Brasil lleva más de 70.000 incendios declarados hasta la fecha. Para los
científicos, nos acercamos a un punto en que no será posible preservar las
masas verdes del planeta. Es decir, de seguir con los actuales índices de degradación
de la naturaleza, nuestra propia supervivencia, y no sólo la Amazonia, estará
en peligro. Por eso es imprescindible señalar a los que queman, hoy, la selva
amazónica y cuantos desprecian la lucha por la protección el Medio Ambiente y
contra el cambio climático. Nos va el futuro en ello.
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